"La sombra en la ventana", un cuento de Sabina Molinelli | La Nota Latina

“La sombra en la ventana”, un cuento de Sabina Molinelli

La taza de café quedó suspendida en el aire. También la mano que la sostenía. Un frío feroz descendió por los brazos, por las piernas, reteniendo la sangre que corría por manos y pies: María Elena tenía miedo. Había visto la sombra serpentear su camino a lo largo de la cortina, furtiva, hasta llegar al suelo y luego desaparecer. La exigua penumbra de la casa sólo mostraba el contorno de los objetos. La luz del patio se reflejaba como pantalla en el cortinaje que cubría la puerta de madera y vidrio de su pequeño comedor. María Elena se mantenía muda, inmóvil. No podía apartar la vista, cerrar los ojos o simplemente volver la cara: todo su mundo había quedado atrapado en la aparición del hombre hecho silueta en la colgadura de la puerta: observando, fraguando desde el patio.

Su mente, poco a poco, comenzó a despertarse con preguntas inciertas: “¿Coloqué la cadena y el candado a la reja del portón? ¿Podrá atravesar rejas, madera y vidrio?” Recordó a la mujer del piso de arriba: con saña le había advertido algo a María Elena, apuntando el dedo a su cabeza.

"La sombra en la ventana", un cuento de Sabina Molineli La mano suspendida comenzó a temblar. Un chasquido de plato con taza la sacó de su estupor: no quería que la sombra la escuchara. El patio conectaba con los otros patios de los apartamentos de planta baja, para uso exclusivo de los propietarios. Los vigilantes generalmente no hacían su ronda por esa zona del edificio. ¡Tenía que ser un extraño!

No sabía con certeza si eran las cinco o las seis de la mañana, pues en diciembre la oscuridad tardaba en desaparecer. Era un hombre; de eso estaba segura. Había distinguido la cabeza dibujada, redonda, rapada, de un varón. Se acordó repentinamente de Amparo, la vecina del E-4. Subiendo por las escaleras, un sujeto se le encimó: había salido sorpresivamente del interior del apartamento E-8. El susto la hizo gritar y pedir ayuda. Sus hijos salieron precipitados, a socorrer a la madre, pero el hombre ya había desaparecido. Todavía hoy, Amparo insiste en que aquel hombre, u otros semejantes, acostumbran entrar y salir con actitudes extrañas del apartamento de la invasora, la del E-8, la misma mujer que la apuntó con el dedo a su cabeza. No olvidaba que, cuatro meses atrás, la cara fruncida de odio, la invasora había tirado de sus cabellos y propinado golpes seguidos en su cara. Cuando se halló tumbada en el suelo, pudo gritar bajo la marejada de golpes que continuaban, hasta que los vecinos comenzaron a salir en su auxilio.

El vocerío, los vecinos, la policía, se arremolinaban a su alrededor. Por un rincón del ojo vio cómo se llevaban esposada a la invasora escaleras abajo, quien aún tuvo tiempo para dedicarle una mueca mordaz y burlona. El episodio la había dejado desecha, la había degradado a ser una estadística más de la violencia destructiva. Esa noche, después de pasar por la sala de emergencia, llegó a su apartamento. Lo mantuvo en penumbras. Tomó la manta tendida en una de las sillas y se acostó en el sofá: seguía temblando a pesar de los calmantes intravenosos. Pasaron varias semanas antes de que sintiera el deseo de entrar a su cuarto, de acostarse en su cama.

Se hallaba sola en la ciudad. Las urbanizaciones se habían convertido en oportunidades para el pillaje. Su único hijo había huido del país, con su nuera y su único nieto. No podía olvidar a las enfermeras que la atendieron ese día: la miraban con lástima. Sus rostros mostraban la resignación de quienes entienden que ya no se puede hacer nada. ¿Cómo era posible? La pregunta flotaba entre camillas, jeringas, atriles y gazas. “Una mujer mayor, educada, culta, sola, ¿sin marido, ni hijo, ni nieto?” Era la misma pregunta que se hacían los vecinos, la misma que rondaba en los ojos del chofer del taxi mientras la llevaba de la clínica a la casa, viendo por el retrovisor aquel rostro verde y púrpura de su pasajera.

La claridad se fue abriendo paso. Las cortinas atrapaban el sol de la mañana. María Elena, sentada en el taburete del mesón, observaba cómo la casa se iba bañando de luz, lentamente, como en un sueño. Reconoció la mesa del comedor, el mantel de hojas y flores de cayena, las sillas y sus cojines de azul y corales, el cuadro de playa con la señora del traje de baño y el sombrero, los retratos del nieto de un año, de tres, de cinco. La normalidad parecía tomar posesión del apartamento: las horas de angustia quedaban atrás. El velo de los recuerdos dolorosos se disipaba, y el miedo rezagado en la memoria, ¿una sombra en la ventana?, se transformaba en la absurda alucinación de una mujer sentada en el mesón de la cocina, tomándose una taza de café frío en estricta soledad.

 

Por Sabina Molinelli

 

 

Redacción La Nota Latina
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