Al parecer las compañías de grúas tienen un carrusel de mordidas entre los soplones, las autoridades y la alcaldía del centro turístico.
El lunes pasado renté una van de siete personas para recoger en Miami a mi Mamá, mi Abuelita y dos de mis tías, las cuales habían llegado de Colombia el jueves 18 de agosto y se habían embarcado en un crucero de tres días alrededor de las Bahamas. Durante más de cinco horas, manejé de Jacksonville a Miami en compañía de mi hijo, el cual me preguntó cada 15 minutos, “Ya vamos a llegar?”
Tan pronto la carga VIP se montó al carro, éste se convirtió en un gallinero. La felicidad de estar juntas nos convirtió en aves culecas que cacareaban al mismo tiempo. Pasamos la noche en el Marriot Cadillac y disfrutamos la playa de Miami Beach sin sospechar que la mañana siguiente, tendríamos un encuentro infortunado con una peligrosa especie de parásitos chupasangre, y no me estoy refiriendo a los mosquitos del Zika.
El martes nos levantamos temprano, empacamos las maletas en el carro y desayunamos en un sitio de brunch sobre la Collins Avenue. Estacioné sobre la calle, justo al lado del parquímetro, y pusimos un montón de monedas para darnos tiempo y comer sin afanes.
Las “gallinas” como nos dice mi esposo, comimos en menos de una hora y nos alistamos para montarnos en la autopista interestatal. Salí del restaurante tomada de la mano con mi hijo y cuando miré hacia la calle, la encontré vacía. Aceleré el paso halando a mi pobre hijito como si fuera una maleta de rodachinas, sintiendo el latido de mi corazón en la garganta.
Un segundo después salió un muchacho de uno de los establecimientos y me acerqué como una esquizofrénica diciéndole en español, “¡Por favor dígame que esta no es una zona de remolque!“. El muchacho me miró como si tuviera tres cabezas y me contestó, “Claro que sí. ¿No leyó el aviso?“
Grúas
No sé qué me ofendió más; la pregunta estúpida o el ver por primera vez el aviso diminuto que contenía las reglas de la zona de parqueo. Mi mente quedó en blanco y mis seres queridos me miraban tratando de encontrar una explicación a lo que estaba ocurriendo.
Llamé al número del aviso y cuando contestó el oficial de policía, le conté mi novela con todo el drama del mundo. Le rogué que me ayudara y me guiara ya que no era residente de Miami y no tenía ni idea qué hacer. En menos de cinco minutos, el oficial ubicó mi vehículo y me dio el nombre y la dirección del lote para ir a buscarlo.
Cuando colgué el teléfono, se me acercó otro señor diciendo que él había visto a los remolcadores cuando montaron tres carros en las grúas y que según él, había intentado buscar los dueños. Lo extraño fue que, el “buen samaritano” acertó sospechosamente con la información que el oficial de policía me acababa de dar por teléfono.
En ese instante mi frustración se convirtió en furia. Llamé un Uber y a los pocos minutos nos recogió un conductor peruano queridísimo. Cuando le contamos lo ocurrido, nos dijo que no era la primera vez que se encontraba con turistas en nuestra situación. Añadió, que las compañías de grúas tienen un carrusel de mordidas entre los soplones, las autoridades y la alcaldía del centro turístico.
Veinte minutos más tarde llegamos a las oficinas de la compañía Tremont. Por dentro, el establecimiento era oscuro y pequeño. Tenía las paredes cubiertas de metal, un par de cámaras de vigilancia, un cajero automático y una ventana de vidrio de seguridad con una angosta rendija en la parte de abajo. En silencio, le pasé las llaves al hombre al otro lado del vidrio.
Después de revisar el contrato de la renta del carro y otros papeles que tenía en la mano, me dio el total que debía pagar: $287 dólares en efectivo. El hombre me entregó las llaves y cuando vió a mi familia, especialmente a mi hijito de cinco años y a mi abuelita de 82 apoyándose sobre su bastón, me miró y me dijo, “Lo siento mucho“.
Entonces le dije, “Yo sé que la culpa es mía y no le discuto la multa, pero ¿por qué carajos se tienen que llevar el carro? ¡Somos turistas!“. Salimos espantadas y detrás de nosotros, entraron dos parejas más con bolsas de compras en las manos y caras largas a recoger sus carritos.
Antes de escribir esta columna, me dediqué a investigar sobre las compañías de grúas en Miami y encontré un artículo en el Miami New Times el cual reportaba innumerables irregularidades de Tremont–la que se llevó nuestro carro–y Beach Towing.
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