Mi esposo y yo siempre hemos celebrado el Día de San Valentín al estilo de un romántico bolero Cubano. Nos aseguramos de guardar energía durante el día, para en la noche, prender los motores y “correr una maratón” después de acostar a nuestro pequeño. Sin embargo, el domingo pasado, lo único que se prendió fue la máquina de hacer terapias respiratorias de mi hijo para combatir su primer ataque de asma de la temporada.
Los inviernos en nuestra ciudad, Jacksonville, Florida, son muy variables y la temperatura cambia drásticamente de 10 a 20 grados centígrados en cuestión de pocas horas. Como consecuencia, la humedad se combina con el polen convirtiendo la atmósfera en una bomba de tiempo para los niños alérgicos como el mío.
Desde que mi hijo tenía 15 meses, hemos batallado el clima sin ganar la victoria final. Pero por lo menos ya sabemos qué hacer para evitar ir a la sala de emergencias. El problema es que los años han pasado y las trasnochadas–que sobrevivimos cuando nuestro hijo era un recién nacido–ahora son la Criptonita que nos debilita y nos hace sentir como espaguetis derretidos al levantarnos.
En mi vida, hay muchas cosas importantes que estoy dispuesta a sacrificar, como por ejemplo mi secador de pelo, el aire acondicionado, los pedicures y hasta el chocolate–¡y eso es mucho decir!–pero no me pidan que deje de dormir mis ocho horas sagradas pues me convierto en un zombi.
Desde que se desató la crisis de mi hijo hace más de diez días, estoy funcionando con mi piloto automático. Estoy asombrada de ver cuántas tareas–alistarme en la mañana, hacer el desayuno, empacar la lonchera de mi hijo, alimentar mis perritos, y manejar hasta el colegio y luego a mi oficina–completo involuntariamente en mi rutina matutina.
Si no fuera así, probablemente me vestiría con la ropa de mi marido, le serviría comida de perro a mi hijo de desayuno, le empacaría café Italiano en el termo de la lonchera, y me quedaría en clase de pre-escolar aprendiendo el abecedario en lugar de irme para la oficina.
Daría lo que fuera, por poder acostarme a las cinco de la tarde como las gallinas para compensar mi déficit de sueño. Pero la noche tiene su propia rutina que ayuda a minimizar el caos de la mañana. Por esta razón, hasta que no arreglo la cocina, doblo la ropa limpia, acuesto a mi hijo, y me embadurno las cremas antiarrugas, no logro acobijarme antes de las 11 de la noche.
Al igual que los días anteriores, la mañana del Día de San Valentín, nuestra cama amaneció revolcada, no por una noche de pasión, sino porque mi hijo la convirtió en la jaula de una pelea de MMA (Artes Marciales Mixtas). Como no podía dormir por la tos, se revolcó, nos pateó y nos codeó como todo un profesional en las partes nobles. ¡Habría pagado lo que me pidieran por una camisa de fuerza talla Junior!
La pasada fiesta quedará en nuestra memoria como El día de los Trasnochados. Cuando nos levantamos–o mejor dicho, cuando nos levantó el Principito a las 6:30 a.m. fresco y descansado a pesar de la “paliza” que nos dio–mi marido y yo caminábamos medio dormidos, arrastrando los pies y con los ojos vidriosos.
A pesar de la falta de sueño, celebramos el día en familia con mucho amor. Y como dice el dicho, “Nada se acaba hasta que se termina“, antes de la media noche, Cupido nos disparó una flecha de energía y mi esposito y yo cerramos la noche con el deber cumplido.
Gracias por leer y compartir.
@MiVidaGringa
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