Un cuento de amor: Los ojos de Fátima | La Nota Latina

Un cuento de amor: Los ojos de Fátima

El teniente Raúl de la armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la compañía de vapores le veíamos cada mes y pasábamos una a dos noches con él en alegre francachela. Raúl había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas estilo escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba a vapor para San Francisco. Raúl no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos nuestros respectivos relatos. Solo Raúl faltaba y le exigimos que presentara el suyo. Raúl se arrellanó en su sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referir una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones: hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya saben que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hice súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Fátima, y cuando tengan la ventolera de dar un paseo por Christianía, vayan a mi casa que mi esposa los recibirá con mucho gusto y honor.

Un cuento de amor: Los ojos de Fátima
Fátima tenía los ojos más extremadamente endiablados del mundo.

Empezaré por decirles que Fátima tenía los ojos más extremadamente endiablados del mundo. Ella había cumplido diez y nueve años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en el corazón del hombre. Cuando Fátima fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar con gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Fátima. He consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha podido dar alguna explicación; se limitaban a sonreír y decirme que no me preocupara por el asunto, que yo era un histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Fátima con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que sus ojos tenían en mí. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún. Cuando Fátima tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos o fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, una forma vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz: las ideas; sí, señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos – o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza – pasaban por las pupilas de Fátima con formas inexpresables. He dicho   sombras, porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y entonces sentía que en el fondo de mi cerebro se desataba una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí.

Se me ocurría comparar los ojos de Fátima con el cristal de la claraboya de mi camarote por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo vidrio que, por su espesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Fátima, me decía yo: ¡vaya! ¡Ya están pasando los peces! Solo que éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban su madriguera en las cavernas oscuras de mi encéfalo.

Pero ¡bah!, soy un desordenado. Les hablo del fenómeno sin haberles descrito los ojos y las bellezas de mi Fátima. Ella es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizan en su nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Fátima. Su boca, casi siempre entreabierta por cierta tirantez infantil del labio superior, era tan roja que parecía acostumbrada a comer fresas o a beber el vino más tinto. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos que iluminaban su faz cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Fátima morder cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba.

¡Esos ojos! Fátima, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubieran visto dormida alguna vez, yo les hubiera preguntado: ¿De qué color creen que tiene Fátima los ojos? A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas, habrían respondido: “negros”. Pues no señor. Los ojos de Fátima tenían color. Está claro que ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlos. Los ojos de Fátima eran de un corte perfecto, rasgado y grande; debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera que parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas. Hasta aquí, como verán, nada hay de raro; éstos eran los ojos de Fátima cerrados o entornados; pero una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí estaba el origen de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban por mil combinaciones, como las burbujas de jabón; luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlos todos, y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Fátima, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de espíritu, se denunciaban por el color que adquiría ese punto de luz misteriosa.

Con el trato continuo llegué a traducir en parte los brillos múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de muchacha romántica eran verdes; sus alegrías, violetas; sus celos, amarillos, y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efecto que tenían estos ojos en mí era desastroso y en verdad yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa especie de esclavitud ejercida sobre mi alma. En vano trataba de resistir: los ojos de Fátima me subyugaban, y sentía dos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el alma ardiente de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, porque sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones desgarradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro de unhorno. Fátima no se daba cuenta del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Todo Christianía se los elogiaba por hermosos, y a nadie más que a mí causaban esa impresión terrible: sólo yo estaba destinado a ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgullo; a veces pensaba que Fátima abusaba del poder que tenía sobre mí, y se complacía en humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativa, reclamando imaginarios fueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia, exigiéndole sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En el fondo había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente. Sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi cobardía: si haciendo llorar a Fátima le hacía cerrar los ojos, me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrible que tenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro: me adoraba y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía a luchar contra esas terribles pupilas, con la esperanza de vencer. ¡Cuántas veces las rojas fulguraciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor propio no quise revelar a Fátima mi esclavitud.

Nuestros amores debían tener una solución como la tienen todos: o me casaba con Fátima o rompía con ella. Esto último era imposible, luego tenía que casarme con Fátima. Lo que me aterraba de la vida de casado era la perduración de los ojos que tenían que alumbrar terriblemente mi vejez. Cuando se acercaba la época en que debía pedir la mano de Fátima a su padre, un rico armador, la obsesión de esos ojos me era insoportable. De noche los veía fulgurar como ascuas en la obscuridad de mi alcoba; veía el techo y allí estaban terribles y porfiados; miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía adheridos a mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que el fulgor iluminaba el tejido de arterias y vasos de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y la mirada de Fátima llenaba mi sueño en redes que se apretaban y me estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé si por orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabado en mi espíritu, jamás pensé en renunciar a Fátima.

El día en que la pedí, Fátima estuvo contentísima. ¡Oh, cómo endiabladamente brillaban sus ojos! La estreché en mis brazos, delirante de amor, y al besar sus labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido.

-¡Cierra los ojos, Fátima, te lo ruego!

Fátima sorprendida los abrió más, y al verme pálido y descompuesto, me preguntó asustada, cogiéndome las manos:

-¿Qué tienes Raúl? Habla. ¡Dios Santo! ¿Estás enfermo? ¡Habla!

-No, perdóname; nada tengo, nada – le respondí sin mirarla.

-Mientes, algo te pasa.

-Fue un vahído, Fátima. Ya pasará.

-¿Y por qué querías que cerrara los ojos? ¿No quieres que te mire, bien mío?

No respondí y la miré medroso. ¡Oh! Allí estaban esos ojos terribles, con todos sus insoportables chisporroteos de sorpresa, de amor y de inquietud. Fátima, al notar mi turbado silencio, se alarmó más. Se arrodilló sobre mis rodillas, cogió mi cabeza entre sus manos y me dijo con violencia:

-No, Raúl, tú me engañas, algo extraño pasa en ti desde hace algún tiempo; tú has hecho algo malo, pues solo los que tienen un peso en la conciencia no se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré en los ojos, mírame, mírame.

Cerré los ojos y la besé en la frente.

-No me beses, mírame, mírame.

-¡Oh, por Dios Fátima, déjame!

– ¿Y por qué no me miras? – insistió casi llorando.

Yo sentía honda pena al mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confesarle mi necedad: “No te miro, porque tus ojos me asesinan; porque les tengo un miedo cerval que no me explico, ni puedo reprimir”. Callé, pues, y me fui a mi casa; después Fátima dejó la habitación llorando.

Al día siguiente cuando volví a verla, me hicieron pasar a su alcoba: Fátima había amanecido enferma con angina. Mi novia estaba en cama y la habitación casi a oscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al lecho, le hablé apasionadamente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que fuéramos felices, era confesar mis ridículos sufrimientos. Seguramente juntos podríamos encontrar alguna solución. Después que le referí mis dolores, Fátima se quedó un momento en silencio.

-¡Bah, qué tontería! – fue todo lo que contestó.

Durante veinte días no salió Fátima de la cama y había orden del médico de que no me dejaran entrar. El día en que se levantó, me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos y parientes. Me llamó para mostrarme el vestido de azahares que le habían traído durante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba envuelta en una oscura penumbra en la que apenas podía ver a Fátima; se sentó en un sofá de espaldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme brazaletes, sortijas, collares, vestidos, una paloma de alabastro, dijes, zarcillos y no sé cuánta preciosidad. Allí estaba el regalo de su padre, el viejo armador: consistía en un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propiedad; mis regalos también estaban en una cajita de cristal de roca, forrada con terciopelo rojo.

Fátima me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzó la cajita.

-Mírala a la luz – me dijo – son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apreciar debidamente.

Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los cabellos del espanto; debí ponerme monstruosamente pálido. Levanté la cabeza con horror y vi a Fátima que me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia, hechos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y cogí violentamente a Fátima de la mano.

-¿Qué has hecho, desdichada?

-¡Es mi regalo de bodas! – respondió tranquilamente.

Fátima estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Fátima, esos ojos extraños que me habían mortificado tanto, me miraban amenazadores y burlones desde el fondo de la caja roja, con la misma mirada endiablada de siempre.

Cuando Raúl terminó su relato, quedamos todos en silencio, profundamente emocionados. La historia era terrible. Raúl tomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un trago. Luego nos miró con aire melancólico. Mis amigos miraban pensativos; el uno, la claraboya del camarote y el otro, la lámpara que se bamboleaba siguiendo los vaivenes del buque. De pronto, Raúl soltó una carcajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones.

-¡Hombres de Dios! ¿Creen que haya mujer alguna capaz del sacrificio que les he referido? Si los ojos de una mujer les hacen daño, ¿saben cómo lo remediaría ella? Pues arrancándoles a ustedes los suyos. No amigos míos, les he contado una historia inverosímil, cuyo autor tengo el honor de presentarles.

Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, lo que parecía una solución concentrada de esmeraldas.

Por Raúl Alonso Núñez Vásquez (Perú)

 

 

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Redacción La Nota Latina
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