Como en las películas de suspenso, como lo que sucede cuando nos lanzamos a la profundidad del mar, de repente todo ruido externo desapareció. El mundo se detuvo por un segundo, sólo sentía mi respiración y el latido de mi corazón que aceleraba su ritmo y rebotaba en mis sienes…
Como en los terremotos, una inusual calma anunció lo que vendría después.
Las aguas comenzaron a retroceder con sigilo, dejando al descubierto las más vastas depresiones, superficies jamás exploradas, desiertos bajo el mar. En silencio se fueron, lento, lejos, desnudando lo más profundo, aniquilando todo antiguo habitante, exponiendo sin pudor mi geografía más oscura y salvaje.
De pronto, el centro de la tierra rugió; sonidos guturales agitaron mi garganta, lenguas de fuego me abrasaron de abajo arriba, de adentro hacia afuera. Mi cuerpo ardía y, en el justo momento en que creía morir, todo aquello que se había ido volvió con una fuerza inusitada. Nadie estaba preparado para eso, no había previsión posible.
Una ola gigantesca se gestó en el centro de nuestros cuerpos. Lisa, esbelta y encopetada de espuma, la vimos venir desde lontananza y nos montamos sobre ella. Con ojos muy abiertos y manos entrelazadas, llenamos de aire nuestros pulmones y entramos en el inmenso túnel azul profundo a una velocidad de vértigo. Surfeamos, danzamos, cabalgamos, volamos y finalmente, casi llegando a la orilla, nos fundimos con esa acuosidad invasora, enérgica, convirtiéndonos en salobre líquido que bebimos mutuamente, empapándonos, anegándonos de placer compartido, arrasando todo a nuestro paso.
En medio de esta energía liberadora y caótica, yazgo sin fuerzas a la orilla de la cama. Floto entre los escombros, tropiezo. Tiemblo por el cansancio y por los últimos corrientazos del placer. Sonrío sin importarme el estropicio a mí alrededor. A pesar de tanta destrucción, lo esencial permanece intacto, si no fortalecido. Abro los ojos y miro por sobre mi hombro, a la espera de la próxima ola.
Milena Wetto
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