Romance Art Deco… De paso por la ciudad, en un entrenamiento de la empresa auditora para la que trabajan, la selección masculina es variada e incluye a representantes de México, España y Argentina. No hace falta ahondar en detalles para que el grupo se reorganice en parejas. Cristina inicia enseguida una conversación con el mexicano. Con sus ojos gatunos y melena dorada, es el tipo de chico que le encanta. Por su parte, asidua a todo lo mediterráneo, Mariana deja a un lado el vaso plástico que acaba de vaciar a manera de shot y saca a bailar al español.
El último par en conformarse es el de Laura y el argentino. Gotitas infladas de culpabilidad salpican a Mariana cuando recuerda la queja de su amiga, que nunca le dan tiempo a elegir, que le toca quedarse con el que nadie más quiere… Pobre. Aprovechando una vuelta en ocho que le da el español en la apretujada pista de baile, Mariana repasa la situación de Laura. Al parecer, el argentino domina la conversación y su amiga lo mira cautivada. Destellos de picardía bordean las pupilas de Laura: sus ojos, dos perfectos eclipses solares. «Inusual para el carácter tímido de Lauri», piensa Mariana. Pero espanta aquella idea como a un bicho asqueroso. Se convence de que el encantamiento de su amiga es una buena señal, que están sumergidas en una noche mágica. Se emociona por Laura, por Cristina. Por ella misma.
Mientras baila despreocupada al calor de las estrellas, casi puede asegurar que sus nuevas amigas le dedican un guiño desde su manto negro, satisfechas en su rol de celestinas.
Entre licor barato, risas y baile, el tiempo arrasa con la noche en un oleaje feroz. Sin previo aviso y cuando Mariana siente que lo mejor apenas comienza, la magia se esfuma junto a la música. No sabe qué le resulta más irritante; las luces recién encendidas que hincan sus ojos o los ladridos que pegan los porteros expulsando a todos del lugar.
Una vez fuera del antro moribundo, el silencio los engulle y por unos minutos se quedan ahí, sin saber qué decir ni qué hacer. Mariana mira a un lado y al otro y se da cuenta de que ninguno de los dos bandos está listo para despedirse. Decide tomar la iniciativa y empieza a caminar; los demás la siguen sin cuestionar. Dispuestos en una escuadra de tres filas, cruzan las calles, todavía llenas de vida, en dirección a Ocean Drive. Recorren la vereda que bordea la playa sin prisas, ignorando la cuenta regresiva marcada por el cielo tornasolado.
Mariana disfruta de la tibieza y la calma de la mano sobre la suya. Fija su atención en el mar y pretende no percatarse de la mirada inquisitiva del español sobre su rostro. Se imagina a su novio, trabajando a esa hora todavía, absorto en números y cuentas, con una taza de café enfriándose desde hace rato a un lado de la computadora. Piensa entonces en la última conversación; la confesión de un beso insípido a una compañera de trabajo. No hubo admisión de error, disculpas o muestras de arrepentimiento. Tan solo la necesidad de limpiar la conciencia y así vanagloriarse de su honestidad. Él siempre tan perfecto. Tan correcto.
Las palabras recitadas aquel día resuenan en los oídos de Mariana junto con el golpear de las olas: «tenía mis dudas, pero ahora estoy seguro de que te quiero y de que eres la mujer de mi vida». Dos años. Dos largos y lánguidos años esperando por esas palabras. Si las hubiese escuchado un mes antes, lo más probable es que no estuviese allí, sintiendo mariposas negras bailotearle en el estómago por un chico al que acaba de conocer. Ahora ya no tiene caso. Con cada segundo que pasa, su relación se desmorona: los pedazos cayendo y perdiéndose en la arena. Se concentra en el ronroneo del mar, refugiándose en la melodía que producen las olas al acariciar la orilla. Sumerge sus pensamientos en los golpes, en la explosión constante de espuma blanca: agua que destruye, que arrastra, que limpia.
El ruido de la calle, de la gente, del mundo, se interpone y el canto se reduce a un eco inmóvil y seco. Intentando atrapar el consuelo del mar a través de sus ojos, todo lo que el reflejo le ofrece es oscuro, lodoso; como si el beso ingrato de la madrugada lo hubiese convertido en pantano. Las luces del otro lado de la calle bailotean sobre aquel espejo turbio, contorneándose en formas distorsionadas y repulsivas.
—Hemos llegado. Aquel es nuestro hotel —. El volumen exagerado al igual que la fuerza con la que el español aprieta su mano, traen a Mariana de regreso al momento. Mira hacia donde su acompañante señala. Se trata de un conocido edificio; antiguo, imponente, con una escandalosa vestimenta de neón. Le recuerda a una de tantas ancianas patéticas que abundan en Miami, esas que se niegan a aceptar su edad.
Cristina propone al grupo bajar un rato a la playa. Mariana confiesa que el frío de la madrugada ha comenzado a incomodarla. Laura también se queja. Los vestidos ligeros que llevan, aunque perfectos para una noche de baile, no han sido pensados para la brisa escalofriante de aquellas horas moribundas.
—Pueden usar nuestros abrigos. Entremos al hotel por ellos —sugiere el argentino.
Mariana mira a sus amigas en búsqueda de señales de aprobación, aunque sabe que la decisión está en sus manos. Su trayectoria como groupie compulsiva de asesinos seriales, le ha otorgado autoridad en cualquier asunto que tenga que ver con la perversión masculina. Reflexiona por unos segundos y entonces…
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