Aunque quisiera que el mundo fuera como lo pinta Instagram, la realidad es muy diferente y las fronteras se respetan. Todos los países del mundo tienen leyes y procesos de inmigración, los cuales deben ser seguidos por los visitantes.
El pasado 1 de febrero una joven colombiana fue deportada desde Houston, Texas, hacia Colombia luego de que la autoridad consular le negara la entrada a los Estados Unidos. Inmediatamente, los medios de comunicación –tanto colombianos como los de habla hispana en el país norteamericano– publicaron la noticia bajo títulos escalofriantes sobre el nuevo régimen del presidente Donald Trump en contra de todos los colombianos.
Sin embargo, como se ha vuelto costumbre de los “periodistas”, tirar la piedra y esconder la mano, horas más tarde tuvieron que rectificar y publicar las inconsistencias de la historia inicial.
Si bien es cierto que la joven colombiana tenía una visa vigente para la entrada a los EEUU, cometió un grave error en la entrevista con el oficial de inmigración. En lugar de limitarse a contestar que iba de vacaciones, expresó sus deseos de estudiar inglés, actividad no contemplada en la visa de turismo B-2.
“Es cierto. Los oficiales de inmigración de los aeropuertos gringos parecen personajes salidos de una película de Alfred Hitchcock. Juegan psicológicamente con el viajero manteniendo el suspenso por medio de su silencio sepulcral. Al final, ponen el sello en el pasaporte como si fuera el mallete de un juez”.
Han pasado veinte años y todavía recuerdo la “primiparada” que tuve que vivir cuando viajé a Estados Unidos por primera vez en 1997, para estudiar un semestre de inglés en la Universidad Estatal Dominguez Hills.
Tenía 16 años y esperaba sola mi turno en una fila preferencial de inmigración del aeropuerto de Los Angeles, California. Un oficial calvo, con cara de puño, me hizo seguir y le entregué el sobre que la universidad me había enviado por correo con los papeles de la visa de estudiante.
El uniformado los examinó en silencio por varios minutos y como no me decía nada, le pregunté sonriendo si todo estaba en orden.
“Si yo fuera usted no me estaría riendo. Hace falta un papel y la puedo devolver a su país“, me contestó con voz desafiante.
El corazón se me cayó al estómago y empecé a sudar. Me pasaron a una sala de espera mientras se comunicaban con la embajada de Bogotá. Al cabo de una hora, el mismo funcionario se me acercó y con sonrisa de oreja a oreja me devolvió los papeles y me dijo, “¡Bienvenida a los Estados Unidos!“.
Por lo general, los cónsules gringos son antipáticos y muchas veces groseros, pero dejémonos de bobadas, ¿o es que acaso los agentes de inmigración de El Dorado son unas peras en dulce? Siempre que regreso a mi tierrita, en lugar de darme un recibimiento con papayera, los oficiales del aeropuerto me cuestionan como si fuera miembro de una organización delictiva.
“Aunque quisiera que el mundo fuera como lo pinta Instagram, la realidad es muy diferente y las fronteras se respetan. Todos los países del mundo tienen leyes y procesos de inmigración los cuales deben ser seguidos por los extranjeros”.
Comparada con el resto del mundo, la visa de turismo de Estados Unidos es muy generosa, ya que permite la estadía de un visitante hasta por seis meses. En los 26 países del espacio Schengen la máxima estadía son 90 días, y hasta en Colombia, la ley dice que un turista puede permanecer máximo dos meses; uno adicional siempre y cuando tramite una extensión.
Siento compasión por la jovencita que no pudo disfrutar sus vacaciones en Estados Unidos, pero el oficial de inmigración simplemente estaba cumpliendo con su trabajo. Ojalá esta experiencia le sirva de ejemplo a otros. Cuando les pregunten, ¿a qué vienen a USA? No den papaya y solamente respondan: “venimos a conocer a Mickey Mouse“.
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