Hace doce años, encontré a mi perrito Rusty en una tienda de mascotas en una ciudad cerca de Orlando, Florida. Era una tarde de mayo y una organización de rescate estaba patrocinando un evento de adopción.
Cuando entré al lugar, había una fila de jaulas con perros de todas las razas saltando y ladrando. Sin embargo, en una esquina, había un personaje acostado cómodamente en el piso mirando a los demás como diciendo, “¡Estos perros están locos!“. Era Rusty.
Mi mamá, quien estaba visitándome de Colombia, me decía, “Nena, ese es. Míralo tan lindo y tan juicioso“. Nuestra última mascota nos había dejado traumatizadas. Ladraba como un carro de bomberos y mordía lo que encontraba en su camino. Zapatos, controles de televisor, pintalabios y hasta las chapas de las puertas. Por esta razón, a mi mamá le preocupaba mi decisión.
Seguí su consejo y le pedí a un voluntario que me dejara caminar a Rusty. Tenía diez meses y no pesaba más de siete kilos, pero caminaba sacando el pecho como si fuera el jefe de la manada. Típico complejo de Napoleón. Desde esa tarde, Rusty y yo fuimos inseparables.
Apenas hacía un año que me había mudado a los Estados Unidos dejando en Colombia todo lo que conocía y amaba, y como vivía sola, Rusty se convirtió en mi familia y en mi guardián.
Los años pasaron. Me casé, tuve mi hijo y en todo momento Rusty estuvo a mi lado. Todas las noches dormía debajo de la cuna de mi bebé o al lado de su puerta a medida que crecía. De verdad parecía que estaba cumpliendo una misión. Siempre vigilante, protegiendo la familia.
Pero el sábado pasado su corazón se rindió y mi esposo y yo tuvimos que tomar la decisión de darle fin a su dolor. Llorando como si fuéramos niños, abrazamos a Rusty con fuerza hasta su último respiro.
Esa misma tarde los veterinarios, quienes son nuestros vecinos, nos trajeron flores y una tarjeta con un mensaje precioso: “El último acto de amistad es lo más importante que pudiste hacer por tu mascota“.
Yo sé que Rusty era un perro, pero como dice el mensaje de la tarjeta, el lazo de amistad que teníamos era lo más puro. Rusty era la sombra que me seguía a donde yo fuera y sin importar mis defectos, me amaba incondicionalmente con su perro amor.
Ahora que él se fue, he pasado los últimos días recordando. Me di cuenta que Rusty me dio el motivo para crear mi blog y empezar a escribir de nuevo hace dos años.
Acá les dejo la historia, Persecusión a Escoba:
Ayer, antes de salir para una cita médica, mi perro Rusty decidió desafiarme cuando le pedí que entrara en su jaula. En lugar de obedecerme como siempre lo hace–¡a quién estoy engañando si siempre me da guerra!–Rusty empezó a correr en círculos al rededor del comedor.
En un microsegundo perdí el control, agarré la escoba del garaje y lo perseguí por dos o tres minutos. Al ver que me llevaba la delantera por cualquier ángulo, paré y le hice pistola mientras le decía, “¡Haga lo que quiera!“. Rusty me miró fijamente como diciendo “¿A esta vieja loca que le pasa?”
Rendida y humillada por un oponente de cuatro patas, guardé la escoba en el garaje y cuando regresé a poner la alarma, ¿adivinen a quién encontré acostado, plácidamente, en su jaulita? Me acerqué a cerrarle la puerta y le dije, “Adiós Rusty”.
Al subirme al carro encontré a mi hijo en el asiento de atrás jugando con un muñeco. Gracias a Dios no se dio cuenta de nada. Luego de mi duelo con Rusty aprendí dos valiosas lecciones:
1.) Aunque perdamos la cordura delante de las personas que queremos, siempre existe la posibilidad de reconciliación si estamos dispuestos a dejar el orgullo a un lado.
2.) Voy a empezar a amenazar a mi esposo y a mi hijo con la esccoba. ¿Quién quita?, de pronto recojan su desorden sin tener que decirles.
Hasta que nos volvamos a encontrar, mi adorado Rusty.
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