Pasaje Sin Regreso | La Nota Latina

Pasaje Sin Regreso

Marco T Robayo, escritor.

Margaret le da un último vistazo a la carta que acaba de escribir. Con el puño inmaculado de su blusa, remueve de su marchita mejilla una lágrima que indecisa rueda por su rostro.

El leer las primeras líneas hace que sus ojos se aneguen de inmediato y que las letras se tornen difusas e imprecisas. Le fue difícil comenzar la corta nota, muchos borradores fueron desechados, pero al final pudo más el dolor que sentía en su alma, que la necia sensación de no iniciarla.

―Padre, te pido por favor que me perdones por el hondo dolor que te he causado, no quiero que me juzgues sin saber lo que me llevó a tomar esta inaplazable decisión. Una afrenta del destino puso ante mis ojos, la infame, vil y despreciable traición del más grande amor que siempre tuve como mío. Mi existencia extravió el camino y ya no encuentra más razón para seguir viviendo. No sé si mis palabras enseñen suficiente, que mi corazón fue cercenado en mil pedazos y que hoy lo tengo entre mis manos, abatido, consternado y agonizante.

Así la jovencita de apenas dieciséis años cumplidos, encabezó la esquela y con tinta roja fue llenando uno a uno los espacios de la pulcra hoja.

―Soy testigo y valoro el inmenso amor que nos profesas, no sé qué hubiese sido de Constance y de mí, sin tus afectos y cuidados y más aún, sin esa constancia infinita que demostraste cuando murió mi madre. Siempre estuviste ahí cuando te necesitamos y te juro que no puedo recordar al menos una sola vez, que se pueda pensar que nos fallaste.

mujer con floresMargaret muerde sus labios hasta provocar una fina pero visible línea de sangre. Ligeros espasmos le revelan que su frágil cuerpo está siendo embestido por un raudal de sentimientos enfrentados y que por momentos le hacen desistir de su fatal propósito. Sin embargo luego de sopesarlo solo unos segundos, se da fuerzas y con ímpetu retoma lo que parece ser un pasaje sin regreso.

―Por ello quiero que sepas, que no ha sido fácil para mí tomar esta dura decisión. Tú serías la última persona a quien podría yo hacerle daño. Mi sentimiento hacia ti es de gratitud, por las cosas lindas y buenas que me diste. De las feas y malas nunca supe. De esas nunca hubo.

Un sollozo largo seguido de gimoteos y suspiros, son los únicos sonidos que como murmullos se hacen presentes en su cuarto. Son las ocho de la noche. A través de la ventana del segundo piso, la chica observa el fulgor de la luna entrar tímidamente, con un brillo que ahora se le antoja triste y desolador. Sobre la mesita, cerca de su cama, dos pequeños recipientes de vidrio yacen destapados con una pieza de algodón sobre sus tapas. Dentro de los frascos, múltiples píldoras pequeñas, unas blancas y otras de un azul violáceo están dispuestas para el mortal objetivo.

―Creo que mi hora ha llegado. Quiero que se sepas que te amo. No deseo que culpes a Ben por lo que hice, perdóname y piensa que algún día nuestros caminos se encontrarán de nuevo.

Los gemidos y el llanto llenan de nuevo la pequeña habitación. En medio de las sacudidas que le produce llanto, la muchacha toma una vez más el lapicero, dispuesta a ponerle fin a la desgarrada carta.

―Adiós Pa. Espero me perdones.

En tanto enjuaga sus enrojecidos ojos, la dobla cuidadosamente en dos y la coloca a un lado cerca del centro de su cama. Luego con delicadeza se sienta en una desvencijada silla al lado de la mesa. Cierra los ojos por un largo minuto mientras en silencio ora como se lo enseñó su madre.

Al instante y sin más preámbulos, deposita en su mano izquierda una gran cantidad de píldoras blancas. Unos segundos después vacía el frasco de las pastillas azules en la misma mano.

Con los parpados pesados y la mente en blanco, levanta con firmeza un vaso con agua que se haya sobre la mesa. Mientras acerca su mano rebosante con la letal mezcla de medicamentos a su boca, escucha la puerta principal de su casa abrirse. Es su padre.

No esperaba que llegara de sorpresa. Mira su reloj y constata que llego dos horas antes de lo usual. En verdad no deseaba que él estuviera en casa mientras ella cumplía su cometido. Sin embargo eso no la detendrá. Seguirá adelante con el plan.

―¿Margaret? ―escucha a su padre llamarla.

Con el puño pegado a su cara y aun sin tomar ni una sola de las píldoras, escucha a su padre subir las escaleras, mientras el corazón le retumba aceleradamente en su pecho.

―Margaret, mi amor, ¿dónde estás?

En un arrebato llena su boca con los medicamentos al tiempo que ve la puerta de su cuarto abrirse. En el umbral aparece su padre jovial, con una gran sonrisa en la boca y con un manojo de rosas que le han traído de presente.

―Hija mía, ¿porque no contestas mi llamado? Ben te ha traído estas rosas. Esta abajo, dice que tiene algo importante que decirte. ¿Margaret?

Marco T Robayo

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