Muchos piensan que quienes nos sometemos a una cirugía de estómago somos unos faltos de voluntad que preferimos el bisturí a un cambio de vida. Tampoco la cosa es así
Sin ánimos de ser original, debo comenzar repitiendo las palabras del cineasta Woody Allen “No conozco el secreto del éxito, pero el del fracaso es tratar de complacer a todo el mundo”. Que cosa tan verdadera.
Si estás gordo, la gente te cae encima porque pareces una ballena, te tildan de vaca, te ven mal en las tiendas y ni de broma te sacan a bailar en una fiesta. Si estás flaco, entonces te tildan de enfermo, bulímica, anoréxica, excéntrica, pobre o tacaña que no gasta en comida y hasta loca. Cuando te pones a hacer dieta, la gente te dice que eres ridícula porque desprecias una copa de vino, un trozo de carne o una hamburguesa grasienta. Pero si estás en una reunión y te paseas por la mesa de la comida y picas hasta el cansancio, entonces no eres menos que un “muerto de hambre” que no se cuida y se está matando. En fin, que nunca nadie está feliz o conforme con lo que eres o como te ves.
Pero la gente solo ve lo de afuera. Solo observa una parte de tu comportamiento porque no entienden y no saben lo que tienes tú adentro. Es más, muchas veces, una misma no sabe qué está sintiendo o por qué se está portando de una determinada manera. En mi caso particular, yo estaba sumida en una profunda depresión. Y eso que siempre me reía.
En esta y en mis próximas columnas, voy a compartir con ustedes mi experiencia con la cirugía bariátrica. No me la hice por floja o falta de voluntad para hacer una dieta estricta. Lo decidí después de pensarlo mucho, de analizar mis pro y mis contra, de escuchar historias, de preguntar muchísimo y luego de estar absolutamente segura que sola no podría lograr la pérdida de 35 kilos de peso que tenía de más encima.
Quiero invitar a mis lectores de La Nota Latina a que me escriban todas las preguntas que tengan, que yo –como paciente- les responderé sus interrogantes y los acompañaré en el camino si deciden intentarlo. Esto no es fácil. No es llegar a un quirófano y salir flaco. Pero ¿saben qué? Tampoco es ni difícil ni horrible y la recompensa en salud es tan grande que bien vale la pena.
Todo comenzó de a poco
Nunca fui una persona muy delgada. Mi contextura es de esas que llamaban los viejos de antes “de huesos gruesos”. Tenía como siempre me decía mi hermana (QEPD) unos “tobillotes, unas piernotas, unos piezotes y unas manotas”; pero me mantuve, incluso después de haber engordado 20 kilos con el embarazo de mi único hijo, en un peso regular y bueno para mi estatura. Mido 1.65 centímetros, unas casi 5.4 pies/pulgadas y estaba más o menos siempre oscilando entre los 63 y 68 kilos –aquí en USA serían entre 138 y 149 libras. No era más de tala 8 y la ropa siempre me quedaba bien.
Pero después de llevar la vida tranquila con el peso, un buen día diagnosticaron a mi papá con cáncer de pulmón. Obviamente, hasta ese día fumé. La angustia de ver enfermo de muerte a mi papá, uno de los más grandes amores de mi vida cambió mi vida. También cambió mi peso porque comencé a comer todo lo que se me presentaba y dejé el cigarrillo.
La balanza iba en aumento, los cauchos alrededor del abdomen cada vez más grandes y las tallas disparadas como la inflación en Venezuela. Cuando mi papá se muda al cielo, ya yo había ganado 12 kilos. Estaba en 80 y la cara redonda. Las blusas ya eran más anchas y los pantalones con ligas.
En ese momento, mi hermana; mi todo, también fue diagnosticada con cáncer de mama. Allí se destapó un hambre nunca antes conocida por mi y mi estómago se ensanchó hasta convertirse en un barril sin fondo. Tres años más tarde mi hermana se fue a vivir con mi papá al lado de Dios y yo me quedé en esta tierra comiendo y engordando.
Dos años después y con una depresión que no se me quitaba ni con Paxil, fui a varios médicos nutricionistas. Me mandaron cientos de dietas, me dieron miles de consejos. En todos debía tener una vida más sana, mejorar mis hábitos alimenticios y dejar de comer “paqueticos” con chucherías. ¿Pero podía? No.
Un día, fue como última esperanza a una nutricionista en Caracas. Geraldine Sanguino me dijo claro y raspao: “Minín, yo te quiero ayudar a perder ese peso, pero quitarse 36 kilos de encima requiere de una fuerza de voluntad que poca gente la tiene; menos tú con ese cuadro depresivo después de todo lo que te ha pasado en la vida y de esa historia de pérdidas en tan poco tiempo. Deberías pensar en una bariátrica”.
Allí la cosa me hizo tilín. Ya no era una quimera que yo soñaba por las noches. Ya una profesional de la talla de ella me lo estaba diciendo como una posibilidad; es más, me estaba invitando a pensarlo en serio, a considerarlo como una salida saludable a mi extremo cansancio, al dolor de mis rodillas, a mi falta de energía, a mi síndrome metabólico y mi altísimo riesgo de morir en cualquier momento.
Entonces, salí de la clínica y me decidí con todo a hacer la dieta que ella me recomendaba, pero el corazón me latía ya en otra dirección. No pude. La ansiedad pudo más que mis fuerzas y a la semana ya estaba otra vez con el carro lleno de envoltorios de chocolate. Había ido a Mc Donald’s por lo menos 6 veces y me había despachado al menos 4 litros de refresco.
Me levanté un día y dije YA! Es esto o morir también. Pero no morí, aquí estoy echando el cuento.
La semana que viene les sigo contando. Recuerden, pregunten todo lo que quieran.
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