La semana pasada mi esposo empezó a cojear de un momento a otro. Le pregunté: “¿Estás bien?” a lo que me contestó, “Sí mi amor, estoy bien…” Un par de días después seguía igual y empezó a quedarse callado–esa es mi señal para saber que algo serio le esta pasando. Volví y a preguntarle, “¿Estás bien?” y me volvió a contestar, “Si mi amor, estoy bien…”, mientras estiraba las piernas en la sala de televisión, con gemidos y malas palabras entre los dientes.
Llegó la noche del viernes y luego de jugar 18 hoyos de golf con un par de amigos–aunque le recomendé que se quedara descansando–entró a nuestra habitación casi arrastrándose y se acostó en la cama. Le pregunté por tercera vez si estaba bien, pensando que me iba a contestar con la misma mentira, pero se agarró la cabeza y me dijo, “¡Este maldito dolor me va a enloquecer!”.
Me mostró que el dolor le empezaba en la ingle e irradiaba la pierna hasta a la rodilla. Salté de la cama a buscar un spray para dolores musculares–de los que causan frío al principio y luego calor–y se lo apliqué en toda la pierna como si estuviera pintando un mueble.
“El efecto frío del mentol empezó al cabo de un par de minutos, pero la cara de mi marido pasó de alivio a dolor cuando empezó a sentir el ardor. Abrió los ojos y me dijo, “Lo que me faltaba, ¡Ahora tengo las pelotas en fuego!”.
Al día siguiente, mi pobre esposo estaba desesperado, no solo por el dolor, sino por tener que quedarse quieto. Salió a la farmacia y compró bendas y esparadrapos como para forrar una familia de momias. Cuando llegó a la casa, se enrolló la pierna a la altura de la ingle y se apretó con el esparadrapo casi cortando la circulación. Mi hijo, mis dos perros y yo, mirábamos la pierna, fíjamente, esperando que se pusiera morada.
Sintiéndose mejor, mi esposo comenzó a saltar como un boxeador y dijo, “¡Uy que berraquera! Me siento como nuevo. Yo creo que hasta puedo ir al gimnasio“. Yo me quedé mirándolo sin decir nada.
“En menos de treinta minutos se desesperó, se quitó el bendaje y llenó una bolsa de hielos para ponérsela sobre la ingle, moviéndola frecuentemente para que no se le congelaran “las joyas”. Y así terminó la tarde: sentado, callado y aburrido”.
Ahora, después de ver a mi esposo “penando” esta Semana Santa en silencio, aprendí unas valiosas lecciones:
1.) Nada duele tanto como el orgullo. Mi esposo prefirió desgarrar músculos y tendones antes que mostrar debilidad delante de sus amigos.
2.) Hay que reconocer las limitaciones del cuerpo con el paso del tiempo. Aunque el espíritu de mi esposo es el de un hombre de veinte años, el cuerpo ya no es el mismo y necesita lubricante en las visagras.
3.) Definitivamente mi esposo se equivocó de profesión. Habría sido un excelente agente encubierto de la CIA, ¡pues se aguanta cualquier tortura!
@MiVidaGringa
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