Ya está, lo dije públicamente y veo que no me desintegré en mil átomos desesperados intentando con horror reunificarse. No me gusta el escritor chileno Roberto Bolaño y ¿cómo es posible? Me lo pregunté tantas veces cuando intentaba leer “Los detectives salvajes”. ¿Cómo no me puede gustar, si lo comparan con Borges, con Cortázar, con…? Algo malo, muy malo, ocurre conmigo, con mis lecturas, con mi “comprensión de la gran literatura” me dije. Pero no me gusta Bolaño, no lo paso ni con miel, lo tengo atascado en la garganta. No hay caso.
He intentado leer el libro varias veces, y en todas he fallado. En la primera ocasión ni siquiera pasé de las primeras cien páginas, me pilló el plazo de devolverlo a la biblioteca y lo hice sin mayor drama, de hecho, agradeciendo que sólo me hubiesen dado tres semanas -que renové para obtener tres semanas más- para leerlo. Pero en mes y medio, con lo que amo la lectura, no pude.
Para este segundo intento me aseguré de conseguirme el libro sin fecha de retorno y lo tengo hace tres meses. En esta ocasión releí las primeras cien páginas, con la misma sensación de que me estoy perdiendo algo, de que no entré al texto, de que tal vez estoy leyendo a un Bolaño diferente y no al que todos adoran… No obstante, perseveré, mal que mal, mi amigo Henry, un gringuito encantador que habla y lee español a la perfección, lo leyó entero; y no conforme con leer, Henry hizo sus anotaciones en inglés en casi cada página.
Por aquel entonces decidimos leer “Medianoche en México”, del periodista Alfredo Corchado para nuestro club de lectores. Y allí quedé, enganchada de la prosa de Corchado, su relato directo, honesto, bien documentado de la lucha que vive este majestuoso país en contra del narcotráfico. Corchado vino y dejó en mí un sabor a goce en la lectura. Ya terminado el libro, retomé a Bolaño y la desazón retornó. De pasada por la biblioteca pública encontré en el estante “El guardián entre el centeno” de J.D. Salinger. Me alegré porque yo había solicitado que lo incluyeran al catálogo en español. No pensé que me considerarían, ¡qué alegría!, los formularios funcionan y traen estos barcos de papel a buen puerto. De más está decir que el libro me fascinó, la voz narrativa de nuestro Holden es sufrida, irónica, inteligentísima, deprimida al mismo tiempo y como lectores, nos internamos al bosque de la soledad en que este personaje habita, en el intento de no enfrentar el tremendo dolor que acarrea y cómo, a fin de cuentas, ese eterno desviarse -y por supuesto, conozco poquísima gente que desea voluntariamente enfrentar a sus demonios- lo lleva a fracasar. Y a levantarse de nuevo.
Bolaño y yo
Pero Bolaño y yo, ese baile no es posible. Terminé el libro de Salinger en tiempo récord (y sepa usted que leo en tramos de diez minutos o menos al día), me propuse leerlo en su idioma original, arriesgándome a enrendarme todavía más con los idiomas y a contaminar mi castellano que es mi herramienta de trabajo. Sin embargo, el libro de Salinger es de aquellos destinos por los que vale “enfermarse” un poco.
Luego de Corchado y de Salinger, volví a los Detectives. Y no, en definitiva no. Lo cambié por el libro “Huáscar”, una novela histórica del periodista chileno Carlos Tromben que vende copias como pan batido a la hora de las onces. Y entre las aguas del Pacífico me quedé, entre los dimes y diretes de los políticos y los empresarios de una guerra monumental que se libró entre un país flaquito y despoblado como Chile, en contra de sus vecinos Perú y Bolivia -además, la novela que terminé hace un par de meses gira en torno a los inicios del mismo conflicto, por lo que la lectura, aunque un pelín tarde en términos de mi propia escritura, me está fascinando-.
Como dicen que la tercera es la vencida, para mí fue como la quinta. Lo bueno es que comprendí que Bolaño no es para mí. Que lo más probable es que sea para gentes de corte académico que ven en el texto mucho más de lo que veo yo. También comprendí que cuando se tienen literalmente entre diez y veinte minutos al día para leer, no se pueden desperdiciar en obras que a una no le maravillan. Tal vez luego de tantos años fuera de los salones universitarios, debería yo sacudirme la idea de que debo saber de todo un poco, aunque sea a modo superficial; y aceptar que me gané -como toda mamá de dos niños se adjudica- el derecho a leer lo que me dé la regalada gana.
Mi consejo: no deje que ni yo ni nadie le digan qué leer. Lea lo que le guste y persevere en los autores que le cautivan. Así se aprende, y mejor tarde que nunca.
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