Hay conexiones que escapan a cualquier lógica, claro, porque el cuerpo no tiene lógica sino ritmos, suaves movimientos circulares que surgen con un sonido, una palabra, un aroma y que recorren nuestro ser. El cuerpo tiene esa manera de recordarnos que no somos sólo una cabeza flotante que pretende catalogarlo todo. Por eso, digo, hace conexiones maravillosas y en esta mañana primaveral de invierno texano –el más extraño de los climas–, el libro de Pía Barros, “Llamadas perdidas”, me ha hecho pensar en mis hijos. El libro inicia con la historia del Emperador que lee las historias que un narrador ha escrito en el cuerpo de su pequeña hija. Entonces el libro tiene sentido para mí, porque siento que llevo años leyendo noticias de viejos reinos a los que no he podido acceder. Mis hijos, dos príncipes. Mis hijos, tan iguales y tan diferentes. Y esos cuerpecitos suyos, redondeados o angulosos dependiendo de la edad, que acarrean el grillete de una vida pasada a la cual no he podido acceder.
Pía Barros me lleva con su pluma a un Chile de dictadura, un Chile donde había una niña pampina que corría libre por el desierto, para quién el único Pinocho que existía era la marioneta mágica y no el tirano asesino. Un terruño seco donde había cuerdas para colgarse de los pocos árboles arqueados, pero no para romper cuellos. Cuerdas que nos ataban a todos, finalmente aprendió la niña cuando dejó su pedrusco, en un país que se desangraba casi en silencio.
Así también hay relatos en los que me vuelvo amante, llevo los años de juventud en el centro de mi pecho y todo es amplio, caliente y duradero. Todavía no me han roto el corazón y espero, como lo hace la mujer bajo las sábanas de “Umbrales”, a que ése otro se decida a golpear mi puerta.
Con otros cuentos viene una ola, un país sísmico, una marejada y revivo los terremotos que me perdí. El de Antofagasta, cuando estaba en Iquique. El de Santiago, cuando estaba en Antofagasta. El de Iquique, cuando estaba en Dallas. Así voy con una pérdida, como las pérdidas que los personajes de Barros arrastran. Y si bien no soy exiliada, soy extranjera. Y la separación duele sin importar los años, sin que se valgan las instrucciones que una misma se ha escrito en el dorso de la mano para ser feliz. Soy de esas chilenas que siempre llorará con la canción nacional y echará de menos los temblores. De aquellas que tuvo grandes dudas en el proceso de ciudadanía, porque implicaba rendirle honores a un país que todavía no se siente propio. Así vamos, los personajes de Pía Barros y yo misma, atando cabos y leyendo significados en la borra del café.
No recuerdo la primera vez que divisé a Pía Barros, ni cuántos años yo tenía ni en qué ciudad ocurrió el gran encuentro. Sólo la vi desplazarse, esa cabellera larga y clara, el desplante de quién se sabe dueño de la tierra que va pisando, sí, porque esta escritora chilena se fue ganando un terreno propio en la literatura y lo hizo mediante un trabajo largo, callado y solitario. Ni mucho bombo, ni mucho platillo, nada más dejó que sus letras se echaran a rodar y llegaran hasta dónde quisieran ir. No se apuró, nada más se aplicó a la íntima tarea de crear mundos.
En sus textos hay cuerpo y hay ritmos circulares que se expanden y contraen como una matriz que aún no ha sangrado por última vez. Hay sudor y hay sangre y hay pérdidas y hay deseo y hay oscuridad. “Llamadas perdidas” es un libro de cuentos brevísimos, algunos tienen “apenas” una línea, digo “apenas” porque esa línea encierra todo un gran universo; y que de nuevo me lleva al tema de los hijos, de los míos y de los tuyos, de los que quisiste tener, de los que te sobraron, de los que nunca concebiste; de estos pequeños seres que ocupan mi cabeza y mi corazón. Estos pequeños seres, como los cuentos de Pía Barros, son pequeños mundos en constante cambio, son páginas escritas antes y después de mí. Yo, testigo del prodigio de la lectura, de las traslaciones de estos cuerpos. Una testigo de aquello que apenas se atisba detrás de sus miradas. “Llamadas perdidas” tiene mucho de aquello, de lo que intuimos, del paisaje total que se esconde al otro lado del ojo de la cerradura. Que no te engañe la brevedad, es mejor narrador el que dice mucho con menos vueltas.
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