Corro a poner la mesa en el diminuto jardín cubierto. Ya son casi las cinco. No quiero que se nos pase la hora del té. Despliego con ilusión la delicada vajilla de porcelana, complementando el primoroso arreglo con unos pastelitos esponjosos. Alrededor de la mesa, mis muñecas esperan quietecitas y hermosas. Adoro jugar con ellas porque son de lo más obedientes. Dejan que las vista y peine a mi antojo.
Trenzo con cintitas rojas la rebelde melena de Marybeth. ¡Qué lindo resalta el blanco de su vestido! Emma se merece, en cambio, una peineta salpicada de cristales, tan azules y fríos como sus enormes ojos. Para terminar, cubro la pelirroja cabeza de Brittany con una pañoleta verde, sedosa como su piel, de un tono que complementa su faldita plisada.
Parece que el juego ha dejado un tanto pálidas a mis muñecas, hace falta poner un poco de color en los labios y mejillas. El último toque consiste en girar las cabecitas para que sus miradas se fijen en mí, dueño y señor de la casa.
Contemplo mi preciada colección con ternura infinita, orgullo inmenso. Si tan solo pudiese borrar las muecas de terror de sus rostros, serían en verdad las muñecas perfectas.
No las hagas reír
Me despiertan pellizcándome las mejillas. Las diminutas manos se sienten como una armada de mosquitos que arremete contra mí con toda su furia. He aprendido a controlar mis reacciones. En una ocasión, cuando todavía no estaba acostumbrada a ellas, no medí mi fuerza al agitar las manos y pasó algo terrible. El eco de los chillidos de aquel día todavía me persigue y sé que no han acabado de perdonarme.
La insoportable balada de zumbidos termina de levantarme. Tienen hambre. Salgo al jardín en busca de provisiones. Me apresuro a moler mi día, cada día, todos los días.
Se esconden en la alacena, en los armarios y hasta en mis zapatos. Pendiente de su presencia todo el tiempo, añoro aquellos días en los que eran solamente dos. De eso ya hace bastante.
La última vez que las conté eran más de cien.
Aunque me llevó varias semanas, al fin descubrí cómo se multiplican. ¡La risa!
No puedo hacer nada que les parezca lo más remotamente gracioso, ni siquiera una pequeña mueca, porque entonces se unen en un colosal ataque de risa y —al final del mismo— unas cuantas alas más revolotean por la casa.
Cada amanecer me encuentra con más cansancio y con menos tolerancia. Temo llegar a aquel momento inevitable en que terminaré de perder la poca cordura que me queda y comenzaré a perseguirlas con un matamoscas o un zapato por todos los rincones donde me acechan. Hundida en el abismo de la locura y pegando salvajes alaridos, acabaré arrastrándome como alma en pena para alcanzarlas y destrozarlas.
Entonces, se van a reír de tal manera que en un rato serán doscientas, quinientas, dos mil… Poco a poco se desbordarán de la alacena, de los armarios, de los cajones. Ocuparán toda la casa y enseguida se irán desparramando fuera de las ventanas, inundando el barrio, la ciudad, el mundo…
Solamente de imaginarlo, mi cara se deforma en una terrible mueca.
Compongo el rostro demasiado tarde. La ola de risitas ha comenzado.
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