Cuando llegó su turno supe al instante que era diferente. No sabía muy bien por qué, pues a simple vista lucía como cualquier otro: más o menos alto, más o menos delgado, más o menos atractivo. Tal vez lo único fuera de lo común era su forma de vestir -muy formal para una cita casual de solteros- y su temperamento evidentemente tímido y reservado.
“Seguro es por eso que no ha encontrado pareja”, me dije a mi misma y me corregí de inmediato: “Yo soy franca y extrovertida y estoy aquí por la misma razón que él…”
Intenté dejar a un lado los tontos prejuicios y avanzar en la conversación lo antes posible. Faltaba poco tiempo y yo no había tenido mucho éxito con los candidatos previos, ya fuera por tontos, prepotentes o empalagosos.
Éste tampoco era propiamente “mi tipo”. Mi hombre ideal era audaz y seguro de sí mismo, mientras que éste esquivaba mi mirada, parecía nervioso y hasta deprimido. Pero allí estaba yo otra vez con los juicios a priori. ¿Cómo podía saber todas esas cosas sin haber cruzado con él la primera palabra? Me reprendí severamente y tomé un sorbo de vino.
– Patricia, mucho gusto…, le dije extendiéndole la mano y mostrando una amplia sonrisa, una de mis mejores armas, según la opinión de todos los que habían pasado antes por mi mesa y por mi vida.
– Jacobo, Jacobo Fuster, encantado de conocerte, contestó.
Noté que mi sonrisa en efecto le había cautivado, pues se quedó mirando fijamente mi boca y no mis ojos. “Una a cero a favor mío”, pensé, y sentí más confianza para avanzar.
Hablamos de nuestros trabajos, del sueño de ser mi propio jefe, de su plan de recorrer el mundo antes de hacerse demasiado viejo para no recordarlo, de los desaciertos políticos, del calentamiento global, de fútbol y hasta del aborto.
Realmente Jacobo era mucho más culto de lo que creía –¡otra vez los prejuicios!-; tenía una conversación agradable y un aire sexy en su forma de hablar que me excitaba. Me interesaba la charla, pero no podía evitar abstraerme e imaginarlo desnudo, abrazándome en la cama, besándome toda, penetrándome sin piedad y matándome de placer.
Una bandeja de brusquetas llegó para sacarme del ensimismamiento. El tiempo se acababa y pronto sonaría la alarma que nos obligaba a pasar a otro candidato. Yo no quería irme. Jacobo me gustaba y creí que yo a él también, a juzgar por el desvío de su mirada –que poco se posaba en la mía- directamente del mantel a mi escote.
“Seguro me desea como yo a él, pensé, y decidí dar el zarpazo final haciendo uso de mi gran arma, mi sello personal y marca de fábrica: mi contoneo. Todo el sabor del trópico entre mis hombros y mis caderas. Decidí entonces ir al tocador, ubicado al otro extremo del salón, con el cliché de “empolvarme la nariz”, truco utilizado minutos antes con otro aspirante y que dio como resultado su intento de meterme mano sin consentimiento, matando en el acto toda posibilidad de algo más.
“Esta vez no fallará –me dije-. Jacobo es mucho más inteligente. Se verá obligado a una segunda cita”.
Exudando sexo, con pasos largos y acompasados, llegué victoriosa a mi destino. Entré al retrete, no para orinar –lo había hecho minutos antes-, sino por una necesidad incontenible de sentirme. Imaginé a Jacobo impaciente en la mesa, esperando ver de regreso mis caderas danzantes, delirando por mí, luchando con su timidez, practicando el discurso apropiado para retenerme sin espantarme. Lo vi masturbándose en su cama pensando en nuestro próximo encuentro, recordando mi sonrisa, completando el cuadro de mis senos luego de haber memorizado mi escote, asiéndose de mis caderas mientras lo cabalgaba como experta amazona dominando a un semental salvaje. De pie, con la falda remangada a la cintura y una pierna flexionada sobre el inodoro para un mejor rango de acción, mi mano hacía camino entre mi arremolinado pubis, tocando intermitentemente el timbre de mi placer, para darle puerta franca a mis dedos hábiles y expertos, primero uno, luego dos, tres… Fantaseaba con Jacobo y su miembro henchido y expectante, inmenso y complaciente, absorto entre mis parajes, diciendo dentro de mí todo lo que su boca no se atrevía.
Más de una vez intentaron abrir la puerta, como apurándome, pero eso me excitaba más, pues imaginaba que era Jacobo, llegando impaciente con la intención de poseerme en ese mismo lugar e instante.
Creo que pasé más tiempo del prudente “retocándome” –en el más estricto y literal sentido de la palabra- pues cuando regresé, el silbato de cambio de pareja ya había sonado y Jacobo no se veía por ninguna parte.
Recorriendo el salón con la mirada, me topé con el mesero, quien me extendió una nota manuscrita: “No necesito buscar más. Para mí, eres TÚ. Espero que sientas lo mismo. Jacobo. 0443-999.5447”.
Luego de un par de meses saliendo juntos, supe que su timidez había sido su arma. Alegó que a las mujeres fuertes como yo nos gustan los hombres en apariencia mansos y desvalidos. El Jacobo “real” era apasionado, creativo y liberal. ¡Y ni hablar del sexo! Aunque allí yo también me doy parte del crédito, claro está.
Hace tres días celebramos nuestro primer aniversario en el restaurant de aquel célebre primer encuentro. Luego de un par de botellas de vino y mutuos masajes a la autoestima, le pregunté qué era lo que más le había cautivado aquella noche; quería saber cuál de todas mis “armas” había causado mayor impacto.
– Seré sincero contigo, amor –dijo-. Lo que me encantó de ti fue tu candor.
– No te entiendo… titubeé. ¿Qué quieres decir con eso?, repliqué con la sonrisa congelada.
– De aquella cita de solteros, y de muchas otras anteriores, tú fuiste la única que no se preocupó por impresionarme, ni avasallarme con tácticas letales, ni demostrarme aptitudes de femme fatale. Fuiste auténtica, ingenua si se quiere, y eso fue precisamente lo que me desarmó.
A esas alturas mi sonrisa se había borrado por completo y un gran signo de interrogación ocupaba todo mi cerebro. Mi rostro debió haberlo dicho todo, pues Jacobo me tomó tiernamente de la mano y continuó explicándome:
– Cuando te presentaste, lo primero que vi fue un inmenso trozo de queso destellando entre tus dientes; tal vez debí advertirte, pero francamente no me pareció un buen comienzo. Más tarde, cuando el mesero nos trajo aquellas deliciosas brusquetas, un pedacito de jamón serrano cayó en tu escote, justo en el nacimiento de tus hermosos senos; yo hubiese sugerido quitártelo con mi boca, pero creí que sería un chiste inapropiado; luego tus propios movimientos hicieron que el envidiado jamoncito se perdiera por lugares que no pude yo conocer sino muchos días después.
Yo iba perdiendo con cada palabra la sonrisa y el color. Mi perplejidad era notoria.
– Pero la embestida final a mi corazón –prosiguió… ¡¡DIOS!! ¡¿Todavía había más?!- la diste en tu camino hacia el tocador. Tu falda estaba enredada ruedo con talle, como si no la hubieses acomodado bien la última vez que fuiste a orinar. Eso me dio una muy buena vista de tus contorneadas piernas y el comienzo de tus redondas y firmes nalgas, pero sobre todo me hizo tomar la decisión. Si eras una persona tan relajada, tan despreocupada por causar una buena impresión, entonces no tenías nada que esconder y podía confiar en ti. Y aquí estamos, un año después, celebrando nuestro amor y yo, esperando que nunca cambies… Salud!
Levanté temblorosa mi copa y brindé en silencio con una mueca por sonrisa, atónita y confundida. Definitivamente, las apariencias engañan…
wmilena@hotmail.com
(*) Relato ganador del concurso internacional “Karma Sensual: Humor y Amor”, 2007.
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