La Tierra está hablando. El agua de los océanos se ha desmanchado y los delfines nadan y saltan libres como en la bahía de El Rodadero de Santa Marta. El canto de las aves, antes silencioso, se escucha en los icónicos parques de Nueva York y Madrid. Y el firmamento brilla con millones de estrellas, que para mí, antes eran invisibles.
Pensando en la voz de la Tierra, recordé un cuento que escribí en septiembre de 2018. El título es “La voz de la chicharra” y con este participé en el quinto concurso de cuentos de la revista La Nota Latina de Miami y gané el segundo puesto. No lo había publicado porque es parte de una antología en la que estoy trabajando desde hace un tiempo.
Lo escribí luego de enamorarme de los paisajes del Piedemonte Llanero al visitar las plantaciones de arroz de uno de mis tíos en Nunchía, municipio de Casanare. Espero les guste y compartan con sus amigos este pequeño homenaje a ese grandioso rincón de Colombia.
la voz de la chicharra
Érase una tarde calurosa de verano. El bochorno se había levantado luego de pasar el aguacero y el olor del pasto mojado se mezclaba con el del barro de la carretera. Gerónimo había esperado pacientemente, por más de dos horas, que las gotas de lluvia dejaran de caer para poder salir a jugar al patio. Nimo, como todos le decían, era el menor de tres hermanos. Acababa de cumplir siete años y sufría de un asma crónica que lo mantenía varios días fuera de la escuela. Era un niño curioso y cuando no estaba caminando por el campo, pasaba las horas embebido en las páginas de los libros que había en la biblioteca de su casa. Su madre, Lucía, había sido profesora de educación primaria cuando era soltera. A pesar de que había renunciado a la docencia, guardaba con recelo una pequeña colección de enciclopedias e historietas. De sus tres varones, Gerónimo era el hijo con quien ella compartía su amor por las letras. Por el contrario, Miguel, su padre, era amante de los números y de la ciencia, conocimientos que aplicaba en su labor de agricultor. Era el mayordomo de la Hacienda San Sebastián, la más grande de los Llanos de Nunchía. Aunque no tenía educación universitaria, conocía las plagas del arroz como la palma de su mano.
Cuando por fin escampó, Gerónimo salió corriendo de su casa. Se puso las botas de caucho que le cubrían hasta las rodillas y saltó en todos los charquitos de agua, espantando a los sapos y a las lagartijas. A los pocos minutos de haber empezado la merecida diversión, Gerónimo escuchó a su madre decirle a través de la ventana, “¡Nimo!, entra y lávate las manos para cenar. Ya casi llegan tu padre y tus hermanos”. Sin embargo, las palabras de su madre le entraron por un oído y le salieron por el otro y se fue en busca de las chicharras que ya empezaban a cantar. Cuando llegó a la cerca de alambre de púas, la cual separaba el patio de su casa de una verde inmensidad que se unía con el cielo en el horizonte, Gerónimo se acurrucó con cuidado para que no se le rasgara la ropa. Caminó entre los cultivos de plantas de arroz que le llegaban arriba de la cintura, hasta llegar a un árbol frondoso de flores blancas perfumadas. Se sentó en una de las raíces que sobresalían entre el pasto y sacó del bolsillo un bocadillo. A pesar de sus alergias, Gerónimo disfrutaba sentarse bajo ese árbol a escuchar el silencio del campo.
De repente, escuchó una voz chillona que le dijo, “Nimo, ¿no escuchaste a tu madre?”. Asustado dejó caer el bocadillo al piso. “¿Quién está ahí?”, preguntó Gerónimo mirando en todas las direcciones. “Aquí estoy, mira hacia arriba”, respondió la voz. Justo allí, en una de las ramas, el niño halló una chicharra verde con alas brillantes. Éstas se convertían en un prisma cuando los rayos del atardecer las acariciaban por entre las hojas. “¿Cómo te llamas?”, le preguntó el niño a la chicharra. “¡Me llamo Celeste y hoy es mi cumpleaños número diecisiete!”, le respondió la chicharra batiendo sus alitas. “Felicitaciones. Yo solo tengo siete…”, le dijo Gerónimo con un suspiro. “¿Siempre has vivido en este árbol? Es mi favorito”, continuó el niño. Moviendo las antenas Celeste le contestó, “Si, desde que era una ninfa. He dormido en las raíces bajo la tierra y hoy por primera vez he podido volar”. “¿Y tu familia dónde está?”, indagó Gerónimo. “Sólo tengo a mis hijos y ellos están durmiendo”, respondió la chicharra bajando la voz. Gerónimo la miró fijamente y dudó por un segundo si estaba soñando. No recordaba haberse ido a dormir. Es más, sentía hambre lo que le confirmaba que no había cenado. Entonces se pellizcó la mano y dijo en voz alta lleno de emoción: “Rayos y centellas. ¡Estoy despierto!“. Cambiando de genio la chicharra le dijo con seriedad. “¡Pero claro que estás despierto! ¿Acaso crees que perdería mi tiempo con un soñador? Necesito pedirte un favor“. “Lo que quieras“, le respondió el niño. Celeste aclaró su voz y dijo, “Muy pronto me iré y no podré conocer a mis hijos. ¿Podrías cuidar este árbol, volver en diecisiete años y decir en voz alta, te amo?”. En ese momento Gerónimo vio el coche de su padre pasar por la carretera. Salió corriendo de regreso a su casa y le gritó a Celeste a lo lejos “¡Te lo prometo!”.
Cuando llegó a la cerca de púas, Gerónimo se arrastró, pero el metal le rasgó la espalda. Sabiendo que debía esconder la herida no tuvo más remedio que sentarse a la mesa cuando entró por la puerta. Al terminar de cenar, su madre lo llevó a darse un baño. Mientras tanto su padre ayudaba a sus hermanos con las tareas de aritmética. “¿Con qué te has aruñado Nimo? ¿Cruzaste de nuevo la cerca de púas?”, le preguntó Lucía angustiada al levantarle la camisa. Moviendo su cabeza en sentido afirmativo, Gerónimo se sorprendió al ver los ojos abiertos de su madre quien lo reprimió en voz alta. “Los cultivos están en fumigación Nimo. ¡Te puedes enfermar!”. Sus padres le habían dicho varias veces que se alejara de los cultivos del arroz, especialmente en los días que las avionetas volaban bajo. Esa noche, su madre lo mandó a dormir sin leer. Ese era el peor de los castigos para Gerónimo, pero su pensamiento estaba en Celeste. A la mañana siguiente, el pequeño pícaro le mintió a su madre diciéndole que todavía se sentía enfermo para ir a la escuela. Quería asegurarse de que Celeste y sus hijitos estuvieran a salvo. Entonces, cuando su madre se distrajo lavando la ropa, se escapó de la casa y corrió hasta el árbol de flores blancas perfumadas. Sentado sobre las raíces, el niño llamó a la chicharra varias veces y esperó un buen rato mientras se comía el bocadillo que llevaba. Al ver que nadie respondió su llamado, regresó a casa desilusionado. “Tal vez si fue un sueño”, se dijo a sí mismo y nunca le contó a nadie.
El tiempo pasó, diecisiete años exactamente. Los hermanos mayores, Pablo y Juan, no quisieron ir a la universidad y se dedicaron a la venta de ganado. Gerónimo, por su parte, se hizo agrónomo en la capital convirtiéndose en el orgullo de toda su familia. Miguel, el padre, sentía que si alguno de sus hijos no lograba un título profesional le habría fallado a su esposa. Lucía había muerto diez años atrás de un ataque súbito al corazón. Para celebrar el regreso y grado de Gerónimo, Miguel le organizó una fiesta sorpresa con música y carne a la llanera. Uno de los invitados de honor era el dueño de la Hacienda San Sebastián, don Alejandro. Gerónimo le tenía mucho aprecio porque siempre había sido muy generoso con su familia. Cuando lo vio entrar, el joven se acercó a saludarlo con un fuerte apretón de manos. Sonriéndole y con una mirada casi paternal, don Alejandro le dijo, “Felicitaciones Nimo. Tu madre estaría muy orgullosa de ti. ¿Cuándo empiezas a trabajar?”. Confundido, el joven le respondió, “Todavía no tengo trabajo don Alejandro”. El dueño de San Sebastián era un hombre muy amable, tenía el pelo canoso y ojos verde miel. Mirándolo fijamente le puso una mano sobre el hombro y le dijo, “Nimo, cuando eras solo un niño, te vi caminar muchas veces entre estas arroceras al atardecer. Sé que te escapabas de la escuela y te sentabas, por horas, en las raíces de aquel árbol de flores blancas a comer bocadillos. Apuesto que hasta las chicharras te hablaron. Esta es tu casa. Quiero que trabajes al lado de tu padre y nos enseñes todo lo que aprendiste en la universidad”. Con lágrimas en los ojos, Gerónimo lo abrazó y todos los invitados de la fiesta los aplaudieron.
Un par de horas más tarde la fiesta terminó y el joven agrónomo salió a caminar. El cielo estaba pintado de colores naranja y rosa y sentía el abrazo tibio de la brisa del atardecer. Llegó a la cerca de púas y escuchó el canto de las chicharras. Al ver la puerta que su padre había construido, Gerónimo recordó todas las camisas que había rasgado cuando era niño. La vista de su árbol favorito hizo que su corazón empezara a latir más rápido a medida que se acercaba. Cuando pisó las raíces, recordó las palabras de don Alejandro: “Apuesto que hasta las chicharras te hablaron”. Entonces, escuchó una voz que le dijo, “Hola”. Gerónimo miró hacia las ramas del árbol y vio una la chicharra verde con alas brillantes. “¿Te quedó cicatriz?”, preguntó la chicharra. Gerónimo se pellizcó el brazo para saber si estaba soñando y luego de una pausa preguntó: “¿Cicatriz?”. Entonces la chicharra reviró, “Tú eres Nimo, ¿verdad? Mi madre me habló de ti”. Sonriendo, el joven le dijo, “Déjame adivinar… ¿eres la hija de Celeste?”. La chicharra batió sus alitas y le dijo con emoción, “¡Si! ¡Me llamo Susana y hoy estoy cumpliendo diecisiete años!”. Gerónimo se sentó sobre una de las raíces y continuó, “Hay algo que debo decirte. Es un mensaje de tu madre”. La chicharra prestó atención. El joven aclaró su garganta y le dijo, “Te amo”. La chicharra voló más cerca de Gerónimo y le respondió, “Estás equivocado. Ese mensaje no era para mí. Era para esta tierra en la que naciste y a la cual acabas de volver. ¡Bienvenido a casa Nimo!”.
En los Llanos de Nunchía se cuenta una leyenda. Solo los escogidos por la tierra pueden escuchar la voz de las chicharras. Aquel quien pueda hablar con ellas, debe tener un corazón noble y humilde para entender las leyes de la naturaleza y proteger su equilibrio.
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