A mi hermana Lesbia no la veía desde hacía tres años. De mis cuatro hermanas, es la única que tiene visa americana, por lo tanto, para su hija “Chichita” y para mí tenerla entre nosotras representa un muy valioso y amado tesoro porque prácticamente no tenemos familia en este querido país. Su salida de Venezuela no le fue fácil, como a la mayoría de los compatriotas, porque previo tuvo que atravesar el territorio y llegar hasta Río de Janeiro en un intrincado viaje para renovarla. En Venezuela, no existe embajada americana y quienes optan por la visa deben realizar un peregrinaje por otras naciones. No todo el mundo puede hacerlo y, la inversión, no garantiza que le otorguen el ansiado documento. Dios la acompañó en ese largo y peligroso viaje a la tierra de la Caipiriña.
No sé si a ustedes les pasa, pero cuando se tiene tantos años haciendo vida en otro país y nuestro cerebro recibe la alerta de que un familiar vendrá, se activan los recuerdos, la nostalgia, los planes y, lo peor, los deseos. Entonces, te imaginas comiéndote algo de lo que más saboreabas de tu país. En mi caso, una empanada con cazón y queso llanero, aunque este lo vendan en el “Arepazo”, por aquello de que “no es lo mismo”. Me atreví, entonces, a pedir ruedas de carite frito (serrucho le dicen los cubanos) con el que luego haría un asopado, una añeja receta que heredó mi mamá de su abuela y, aunque no lo dije, seguro que de “sorpresa” mis hermanas me enviarían mi apetecido guiso de cazón (una especie de tiburón pequeño) y los ajíes margariteños. Obvio, todo esto vendría en su maleta empacado al vacío.
Lo cierto es que mi Lesbia (mi amada tercera hermana) llegó y con ella los abrazos, mimos, recuerdos, saludos y todo ese cúmulo de historias compartidas y nostalgias. También su equipaje que, por cierto, pesaba más que “un matrimonio obligado”. Cuando desempacó mi corazón se arrugó, pues no me trajo lo pedido. Sus regalos eran otros. Por lo tanto, mis expectativas, quedaron arrinconadas en el fondo de su valija.
Entonces, mis gentiles lectores, le hago este relato con la intención de que si es cierto que las expectativas, sueños o ilusiones nos alientan a vivir, disfrútenlas sin apegos, para que cuando no acontezcan como esperábamos la frustración o desilusión no los invada y nos culpemos con que pude haber sido y no fue. Esto representa un desgaste de energía increíble. Vivan sus expectativas que pueden ser altas o bajas, razonables o no, buenas o malas porque es natural generarlas, pero sin apegarse a los resultados y sin ansiedad. Figúrense ustedes si se ponen expectativas más elevadas, esas que nos cuesta cumplir. ¿Cómo sería el desaliento?. La idea es no aferrarse a ellas, sortearlas para evitar desilusión.
Si las aprendem os a manejar la decepción será canalizada sin que nos afecte porque la expectativa y la realidad casi nunca van de la mano. Por ejemplo, la de Lesbia fue que no encontró carite y se le olvidó el cazón. Entonces, no se queden con ese sabor amargo en la boca…
Para no salir decepcionado, lo mejor es dejar que las cosas fluyan y el agua corra, sin esperar nada, porque cuando solo se enfoca en lo que espera, se pierde la oportunidad de disfrutar lo que tiene y se multiplica la posibilidad de decepcionarse por lo que le falta. Al quitar el tono de exigencia, se libera la angustia y el enojo. Las cosas fluyen y se abre la posibilidad de agradecer, de poder disfrutar y valorar lo que llega porque es valioso e inesperado.
La Biblia establece algunos principios que nos ayudan a formar expectativas y a lidiar con la de los demás, por ejemplo, esta: “El amor es paciente y bondadoso, y no insiste en su propio camino” (1 Corintios 13:4-7).
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