Durante los últimos 200 años se ha hecho realidad la erradicación de enfermedades infecciosas como la viruela y la peste bovina gracias a los avances científicos en el campo de la inmunización.
Otras enfermedades, como poliomielitis, todavía se encuentra en este proceso alrededor del planeta, y si no se ha logrado la erradicación, no es por la falta de efectividad de las vacunas sino por la dificultad del accceso a éstas.
Sin embargo, las vacunas han sido el blanco de controversias muy negativas desde los años 90. El caso más reconocido y considerado el génesis del movimiento en contra de las vacunas fue el estudio de un gastroenterólogo británico llamado Andrew Wakefield.
En 1992, Wakefield publicó los resultados de sus observaciones en una muestra de tan solo doce pacientes, los cuales atribuyeron el desarrollo del autismo en niños a la vacuna triple–MMR por sus siglas en inglés–que previene el sarampión, rubeola y paperas.
Luego de la publicación de este estudio, el CDC (Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos) junto con las más prestigiosas instituciones de epidemiología dedicaron millones de dólares, en docenas de estudios independientes con cientos de miles de niños.
Al final, no encontraron ninguna evidencia de que las vacunas causan autismo. Lo que sí comprobaron, en abundancia, es que las vacunas no son una causa directa, lo cual mantiene el tratamiento del autismo en el limbo.
Al cabo de una década, diez de los doce autores colaboradores del estudio inicial se retractaron y en 2010, Andrew Wakefield perdió su licencia para practicar la medicina en el Reino Unido debido a múltiples violaciones éticas.
No obstante, debido a la explosiva publicidad que la posición de Wakefield alcanzó en el mundo, millones de padres–influenciados por movimientos de actores de Hollywood y otras celebridades–han optado por no vacunar a sus hijos.
La actitud anti-vacuna y sus consecuencias
El año pasado, caí en la trampa de la actitud anti-vacuna y ninguno en mi familia nos inmunizamos. Me acuerdo que le dije a mi esposo, “es un negocio de las compañías farmaceúticas“, pero fue un error del que aprendí una valiosa lección.
En febrero de este año, mi hijo se contagió de gripa la cual desató la peor crisis de asma que ha sufrido hasta el momento. La noche de angustia interminable incluyó viaje en ambulancia y suministro de oxígeno constante. Cuando la situación estuvo bajo control, el pediatra del hospital me dijo cándidamente, que los niños–y en especial los asmáticos–siempre deben ser vacunados contra la influenza.
La temporada de gripa 2017-2018 fue la más letal que se ha registrado en la historia de Estados Unidos. 185 niños murieron en todo el país y de éstos, casi el 80% no recibieron la vacuna.
Si bien es cierto que la vacuna de la influenza no es 100% efectiva debido a los diferentes tipos de virus, los estudios demuestran que, en los pacientes inmunizados, sí se disminuye su potencia, previniendo complicaciones respiratorias.
Por esta razón, la Organización Mundial de la Salud recomienda la vacuna anual para los grupos de la población en mayor riesgo: niños menores de 17 años y adultos mayores.
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