“No es más valiente el que se queda, ni más cobarde el que se va”.
Desde hace algunos años (16, para ser preciso), Venezuela se ha convertido en el Titanic de América Latina, un barco que sufre los avatares de un hundimiento y en el que existen dos grupos: uno conformado por aquellos que huyen en botes salvavidas – ergo, aerolíneas de primera clase – y otro que simplemente corre de un lado a otro, escapando de las frías aguas de la crisis, la corrupción y la inseguridad.
Es obvio, para aquellos que han escuchado de la realidad actual venezolana, que ambos grupos coexisten. Al respecto pudieran surgir infinidad de interrogantes, incluso debates, propios de una sobremesa o de un programa de opinión, pero en este momento, como venezolano, emigrante en España desde hace tres años, me pregunto: ¿Realmente podemos juzgar las posiciones que se plantean en cada uno de estos grupos?
Me explico, y permítanme primero presentarme con nombre y apellido, me llamo José Tadeo Bravo Socorro, salí de mi país dejando en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía dos latas de diablito (crema de jamón para untar), dos cajas de chocolates y un sinfín de recuerdos, añoranzas y afectos que con lágrimas en los ojos auguraban verme entrar nuevamente por la rampa número cuatro del citado terminal.
Luego de vivir esa experiencia, me remití en distintas ocasiones al diccionario de la Real Academia Española, donde presentan cuatro grandes acepciones de la palabra emigrar, una en especial me llama la atención, por eso la he elegido y ahora la comparto: “Abandonar la residencia habitual dentro del propio país, en busca de mejores medios de vida”. En realidad, la teoría suena bastante práctica y hasta fugaz. Sin embargo, la acción en sí misma denota otras muchas labores más complejas, desde mi parecer, se involucran los sentimientos, sueños, metas profesionales y necesidades humanas.
En mi caso, considero que me he convertido en lo que llaman “embajadores de Venezuela en el extranjero” y,puedo asegurarles, que no ha sido para nada un problema hablar, comentar y hasta defender las bondades de mi tierra en suelo español. Sin embargo, me ha costado enfrentarme a quienes (¿Venezolanos?) de manera irónica dicen: “Tú dejaste el país, qué cómodo eres”.
La verdad es que la comodidad no es lo que define las largas semanas de espera que te ofrece una oficina de extranjería, solo para saber si puedes quedarte o no en el país que elegiste para vivir. Comodidad, en mi parecer, no es lo que se vive cuando dejas tus orígenes y los embarcas en un Airbus con destino farfaraway. No es cómodo no ver crecer a tus sobrinos, ver morir a tus familiares, envejecer a tus padres y sólo sentir que los tienes por 45 minutos en la pantalla de una computadora, o –peor aún– mientras el cambio de huso horario deje entrar luz a tu cámara de 2.0 megapíxel del teléfono inteligente que llevas en tu bolsillo como un billete fugaz a tus afectos.
Cuando no logramos entender que el emigrar no es una decisión de comodidad, sino de necesidad, hacemos a un lado el respeto por las libertades de nuestros coterráneos. Cuando señalamos a quienes partieron a otro país, condenamos a nuestros antepasados a deambular en la miseria del purgatorio del rencor, la inconformidad y la ignorancia, ya que, para quienes no lo sabían, históricamente Venezuela es uno de los países referentes en el mundo por su matizada colección de culturas, razas y religiones.
No vengo a justificar la salida de millones de venezolanos en vuelos internacionales y dolarizados por las grandes empresas aéreas, ni mucho menos vengo a martirizar a quienes honrosamente residimos en el extranjero con un pasaporte bolivariano, vengo a recordar que la ignorancia y la arrogancia de un pueblo se mide también en el señalamiento injustificado y desconocido de las circunstancias ajenas.
En mi caso, NO salí huyendo de Venezuela, no salí temeroso por mi cuello de mulato, no recurrí a la emigración como solución de vida, salí por motivos personales –que no vienen a colación en este humilde texto–. Sin embargo, no permito que nadie señale o satanice el fenómeno que ha marcado los aeropuertos y ciudades del mundo, y que no es otro que conseguir a un venezolano que deja su petróleo, su gas natural, su hierro, oro, bauxita, al WarairaRepano, sus tepuyes, sus médanos… para aventurarse y resguardarse de las ignominias que a diario se viven en la tierra de Bolívar, el país de las mujeres bellas, la tierra de lo posible, o como ustedes les convenga más llamar a Venezuela.
Quiero hacer una invitación a todos aquellos lectores de esta columna para que piensen antes de hablar, mediten antes de vociferar y reflexionen antes de condenar a los que llenos de humildad y algo de aventureros, nos echamos 66 kilos de ropa en dos maletas para procurar un mejor porvenir, un sueño que cumplir o simplemente una ilusión que perseguir y por la cual no morir.
Finalmente les dejo un relato que espero mediten y pongan en práctica: Había un mono panzón que apuntaba con su dedo hacia adelante y tenía un letrero que decía «El dinero está donde apunta mi dedo». Todos quienes lo veían cavaban delantede él y nadie encontraba nada, hasta que alguien se enojó y dijo “ya me hartaste mono panzón”, le arrojó una piedra a la panza y de ahí salió el dinero ¿Sabes por qué? Porque con undedo el mono apuntaba haciaadelante, pero con tres apuntaba hacia él…
Cuando señalas a alguien con un dedo, recuerda que con tres te estásseñalando a ti… Y tú que decidiste quedarte ¿Estás apuntándome a mí o estás usando tus dedos para construir un mejor país?
José Tadeo Bravo Socorro.
Fotos: Alfredo Cedeño
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