La familia Smith era una de las más prominentes y respetadas en una pequeña comunidad alojada entre montañas azules y campos fértiles. Además de administrar su hacienda, el señor Smith cumplía con la importante función de juez. Fue así como un día le tocó decidir la suerte de una criatura cuyos padres habían muerto en un trágico accidente. Con su profunda tristeza, la niña conmovió al hacendado Smith – le preocupó que acabara en manos de malas personas – y se dio cuenta de que era cercana en edad a una de sus hijas. Entonces tuvo una idea. Sería él junto a su familia quien darían un hogar a la pequeña y así ella podría hacer compañía a su hija Cindy, a quien sus hermanas mayores no hacían mucho caso.
“¿Cuál es tu nombre?”, le preguntó. “No tengo nombre”, ella contestó, “mis padres solo me llamaban niña”. No era raro. A veces las familias pobres de la región tenían tantos hijos, que no se molestaban en dar nombre a los más pequeños. “Pues entonces te voy a llamar Matilda. Ese era el nombre de mi hermanita quien murió a una tierna edad”.
Todos estuvieron de acuerdo con la idea y bautizaron a la niña huérfana como Matilda. La señora Smith estaba encantada con ella. Siempre le había preocupado el comportamiento rebelde de su hija menor y esperaba que Matilda fuera una buena influencia, ayudando a mantenerla en línea con sus estudios, evitando que se escapara de la institutriz. Por su parte Cindy estaba también feliz de tener con quien compartir sus juegos y travesuras, pero era bastante mandona con Matilda a quien consideraba de su propiedad. Matilda era muy inteligente y pronto comenzó a beneficiarse más de las lecciones que la propia Cindy. También tenía talento para la música, algo que enorgullecía al señor Smith quien no había conseguido que sus hijas se interesaran por aquella vocación. Matilda aprendió a tocar el órgano de maravilla y pronto su música fue infaltable tanto en eventos sociales como en la iglesia. Todos alababan la buena obra y fortuna de los Smith al haber adoptado a aquel prodigio de niña.
Tantas alabanzas no le hacían mucha gracia a Cindy. No le parecía justo que Matilda destacara por encima de ella, hija legítima de los señores de la casa aun cuando a ella no le interesaran ni las lecciones ni el órgano. Todo lo que le importaba era explorar los campos y los bosques. También soñaba con aprender a montar caballos salvajes. Su madre – por supuesto – se lo había prohibido. Decía que esa no era una afición apropiada para señoritas decentes. Pero Cindy no se rindió y convenció a Matilda para que la ayudara.
No muy lejos de la hacienda, había un río al pie de un viejo molino. Cindy había averiguado que por allí merodeaban hermosos caballos salvajes. Con el pretexto de caminatas para recoger flores, Cindy y Matilda empezaron a ir hasta el molino casi todos los días. A Matilda le dolía mentir a los Smith quienes se habían portado tan bien con ella, pero le preocupaba más enojar a Cindy. Así es que las visitas al río se volvieron una rutina para las dos. Mientras Cindy intentaba acercarse a los caballos, Matilda recogía flores para llevar a la señora Smith. Así pasaron días, meses y años, hasta que las muchachas cumplieron los dieciséis. Todos en el pueblo comentaban sobre la enigmática belleza de Matilda susurrando que era mucho más hermosa que las hijas de la familia.
Un día en que cada una se dedicaba a lo suyo a orillas del río, apareció un joven cruzando las aguas sobre un enorme caballo. Era alto y atractivo, de piel y ojos oscuros. Su nombre era Toby y contó a las chicas que descendía de una de las tribus nativas de la región. Era un chico muy interesante y carismático; enseguida se ganó la simpatía tanto de Matilda como de Cindy quienes acordaron guardar silencio sobre aquella amistad. Toby compartió secretos con Cindy sobre cómo dominar a los altivos caballos. La convirtió en una experta y así poco a poco fue dejando que practicara sola sus nuevas destrezas con las criaturas salvajes. Se quedaba entonces junto a Matilda, tocando con su flauta las melodías más tristes y dulces de sus antepasados. Poco a poco el muchacho fue enamorándose de Matilda y ella igualmente de él. Sabían que estaban jugando con fuego, pero su amor era más fuerte que la razón.
A veces por las noches, al escuchar la flauta, Matilda se escapaba por la ventana de su cuarto para verse con Toby en su lugar junto al río. Eran felices. No así Cindy, quien se había enamorado también del muchacho y no soportaba que hubiese preferido a su amiga huérfana. Los celos la llevaron a una terrible decisión. Si Toby no era para ella, tampoco sería para Matilda. Puso a sus padres al tanto de la situación y ellos prohibieron terminantemente aquel romance. La joven enamorada quedó tan triste que empezó a marchitarse como una flor descuidada.
Pero una noche tibia de verano en la que su ventana estaba abierta, el viento le regaló una nota. Era de Toby quien la invitaba a que se encontraran en el molino durante la siguiente luna llena. Se escaparían y así estarían juntos para siempre. Así lo hizo Matilda y bajo la luz azul de la luna llena, acudió al encuentro. Esperaba con toda la ilusión del mundo junto al molino cuando vio a su amado Toby cruzar el río en su caballo. Iba tocando la flauta, dedicando a su amada una de sus melodías más tiernas. A punto de llegar a la orilla, el caballo se agitó de repente, lanzando al distraído muchacho por los aires. Al caer, su cabeza golpeó el filo de una roca. Matilda lo llamó desesperada y al ver que no se movía, corrió al pueblo gritando por ayuda. Pero aparte de recuperar el cuerpo del río, no hubo nada más que hacer por el pobre Toby.
Matilda quedó deshecha. Conmovido, el señor Smith logró que enterraran a Toby cerca del río para que así la joven pudiera visitarlo en aquel lugar donde se conocieron y fueron felices. Visitaba la tumba todos los días – durante horas – tarareando las melodías que su amor solía tocar con la flauta. Matilda dejó de comer y era como si desapareciera un poco más cada día. Todos trataron de animarla, pero fue inútil. Lo único que Matilda les pidió fue que plantaran un cedro sobre la tumba de Toby. Entonces se dedicó a cuidar el árbol, era todo lo que le interesaba. Así pasaron los días y las semanas hasta que la luna llena volvió por ella. Matilda salió por la ventana – descalza y arrastrando su bata blanca – en dirección al molino. Uno de los sirvientes la vio y alertó al resto de la casa. Trataron de alcanzarla, pero la joven parecía volar. No escuchaba los gritos, tan solo miraba hacia adelante. Pronto se perdió de vista.
Cuando sacaron el cuerpo del río, sus ojos abiertos mostraban una mirada serena, alegre, como si la angustia en su corazón hubiese sido lavada y sanada por el agua. Algunas personas contaban que habían escuchado una flauta. Decían que esa melodía era la que había llamado a Matilda a que se encontrara con Toby en el más allá. La hermosa muchacha fue enterrada junto a su querido Toby y la señora Smith hizo que sembraran rosas blancas sobre su tumba. Con el pasar de los años, el cedro se convirtió en un árbol gigantesco y las rosas se fueron extendiendo en delicadas enredaderas, abrazándolo con sus alas blancas. Cuentan que la dulce y melancólica fragancia de las rosas perfumó la zona del molino durante varias generaciones.
* Este cuento está inspirado en leyendas locales de la región de los Montes Apalaches que bordea y une los estados de Tennessee, Kentucky y Virginia.
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