La principal meta como padres de familia se resume en ver crecer a nuestros hijos y que se conviertan en hombres y mujeres que autogestionan su vida. Sin embargo, hablamos de un trayecto que los especialistas ubican entre 23 y 25 años, luego que nuestros hijos nacen. Tal período se ha extendido en los últimos años en algunos países por diversos factores, pasando a ser la etapa comúnmente conocida como “nido vacío”, “post-adolescencia” o “generación canguro”, es decir, una extensión de la permanencia de los hijos en el hogar. El punto que deseo destacar en el artículo de hoy es la convivencia cuando los hijos ya son adultos, viviendo dentro o fuera del grupo familiar.
Caracterizados por un desarrollo cognitivo que se expresa en un pensamiento formal, sustentado en la lógica, la capacidad de prever consecuencias de sus actos; aunado a una mayor nitidez de sus metas personales y con el muy probable desarrollo de relaciones afectivas de auténtico compromiso, los hijos hechos adultos plantean a los padres el reto de cambiar el patrón de relación con “sus niños” a una relación con el hombre y la mujer en que se han convertido.
Aceptar y asimilar que ya no son niños, pasa por aceptar y tener la confianza que poseen los recursos necesarios para tomar decisiones y hacer elecciones que pueden distar significativamente de nuestros criterios y preferencias. Es asimilar que poco nos necesitan, en pocas palabras, que son adultos. La tarea principal de esta etapa en relación con los hijos radica en desarrollar relaciones adultas con ellos; saber que los intereses externos aumentarán y gradualmente desplazarán la centralidad de la vida familiar y particularmente de los padres, de la vida de ellos. Que muchos de ellos comenzarán su propia familia, iniciando por su parte un nuevo ciclo, quedando los padres libres de muchas de las tareas y responsabilidades que ejecutaron la mayor parte del tiempo vivido.
La partida de los hijos sea por razones de estudio, trabajo o creación de una nueva familia, si bien es un paso que nos regocija porque evidencia su avance en el ciclo de vida, no puede negarse el dolor que genera para ambas partes, pero predominantemente, para los padres y probablemente en mayor medida, al progenitor con el cual el hijo ha desarrollado mayores relaciones de identificación y cercanía. El reto consiste en permitir esta sana separación padres de hijos, pero igualmente, los hijos soltarse de los padres. En lo personal considero que el dolor físico que los sacó de nuestro cuerpo se convierte en dolor emocional por ese alumbramiento que hace hacia la vida adulta y los separa afectiva y físicamente de nuestras vidas. En ambos casos, es por su bienestar, pero no por ello deja de ser doloroso.
Existen peligros que atentan contra el armónico desarrollo de esta etapa. Se encuentran los casos de obstaculización de esta partida con múltiples escusas, conscientes o no, aparentemente favorables o abiertamente negativas; el echar a los hijos del hogar por la confrontación de criterios o la “huida” del hijo, en muchas ocasiones debido a métodos disciplinarios muy rígidos o uso de la culpabilización. Se encuentra igualmente, el hecho de interferir en su nueva vida de un modo que resulte intrusivo. Es importante estar alerta ante este tipo de acciones para evitar entorpecer un proceso y poner en riesgo el futuro de las relaciones con nuestros hijos adultos.
Sin embargo, en los casos donde el proceso ha logrado encaminarse armónicamente y se da la construcción de relaciones adultas, las ganancias pueden observarse cuando nos encontramos en conversaciones con hijos con quienes discutimos distintos aspectos de la vida, familiares o no, como pares. Cuando aceptamos que frente a nosotros tenemos un ser capaz de aportarnos y hasta cuyo criterio u opinión aporta cualidad a lo conversado. Sentimos a los hijos como apoyo, como criterio a consultar, como experto en áreas que, por su innovación, se nos pierden de vista.
Avanzamos de este modo, por una imprecisa cantidad de años, construyendo una nueva relación con ese adulto de quien aprenderemos si así lo permitimos; de ese adulto que progresivamente sentiremos más importante, de quien en algún momento necesitaremos apoyo en el momento de nuestras vidas cuando sean ellos los que velen por nosotros, haciendo de este modo, el giro en la vida familiar donde de cuidadores pasamos a cuidados.
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