Recorren las calles del Downtown de Miami una y otra vez. Los puedo ver a diario cuando me dirijo hacia mi lugar de trabajo. Reconozco las caras de los recién llegados, las esquinas y andenes favoritos de los que deambulan en grupos o se anidan como pájaros solitarios en los rincones de los negocios para pasar la noche o guarecerse de la lluvia. Y es que no hay un lugar del Downtown que esté libre de estos personajes que parecen fantasmas olvidados, pero tan reales que ponen de manifiesto uno de los más graves problemas de las ciudades: la miseria de aquellas personas que viven a la intemperie, sea cual sea la causa.
Paralelo a la rutina diaria de los empleados que laboran en los bancos, las cortes y un sinnúmero de oficinas privadas; a los miles de estudiantes del Miami Dade College y a los cientos de turistas que visitan el centro de Miami; los “homeless” caminan, duermen, piden, gritan, beben y hasta mueren lentamente, amparados por la oscuridad de un puente o la tibieza de una latón de basura. Son hombres y mujeres, hispanos, anglosajones, afroamericanos, jóvenes, ancianos… Llegan por oleadas, como si alguien los hubiese dejado a la merced de este vecindario y aquí se quedan. No se trata de un centenar, sino de aproximadamente 4,000 personas en Miami Dade County, según un artículo publicado en el Miami Herald el pasado 5 de febrero de 2015. Cifra que mereció US$32 millones en ayudas para desarrollar programas sociales en beneficio de esta población, pero que considero insuficiente por la magnitud de este problema, que requiere de soluciones habitacionales, asistencia médica y rehabilitación.
La situación es alarmante tanto para los homeless como para los vecinos del sector. Lo cierto es que las calles hieden a orines, especialmente en las tardes cuando el calor arrecia. Algunos andenes son intransitables, especialmente para las mujeres que se ven expuestas a estos individuos pidiendo dinero. Muchos restaurantes han decidido no colocar mesas en sus andenes pues los homeless concurren a estos sitios a pedir limosna y en el descuido de los meseros se acuestan o se adueñan de las mesas y las sillas. El McDonalds, frente al Miami Dade College, es una de las mecas. Como una simple espectadora, confieso que me resulta curiosa y hasta chocante esta fotografía: ver a la gente joven, estudiantes en su mayoría, tomando un café y compartiendo el tiempo y el espacio con los círculos de quienes sufren la indigencia, el alcoholismo y la adicción a las drogas. Sé que es una de las tantas caras de la realidad que vivimos, pero… ¿es este una ambiente saludable para estos jóvenes?
En conversaciones con algunos compañeros de trabajo, debatimos sobre el término correcto para denominar este problema. Algunos dicen que llamarlos homeless, vagabundos o sin casa no es lo correcto, pues el problema no se resuelve dándoles vivienda. Que estas personas son enfermas (en su mayoría enfermos mentales), y como tal, debe ser vista su situación para que se les brinde la ayuda que necesitan.
Homeless, vagabundos, enfermos, drogadictos o cual sea la forma correcta de identificar el problema, son miembros de nuestra sociedad y residentes de la pujante ciudad de Miami; por lo que existe una responsabilidad del gobierno y de los ciudadanos para con estas personas. Como seres humanos, sentimos compasión por aquel que pide o está en necesidad, pero en este caso no hay limosna que valga para aliviar el mal que nos aqueja. Enfrentamos un fenómeno que va in crescendo en la zona y que ha perdido los tonos grises de la paciencia y la indiferencia.
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Fotografías: Pilar Vélez
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