EL INVASOR | La Nota Latina

EL INVASOR

Milena Wetto Twitter: @wmilena
Milena Wetto
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Caminaba en la oscuridad guiada únicamente por la vaga memoria de aquella casa recién estrenada…

El miedo a tropezar la hacía andar con pasos muy cortos, arrastrando los pies descalzos uno delante del otro, como novia indecisa camino al altar.

Su respiración agitada era casi un jadeo que le pegaba la lengua seca al paladar, y la sensación de un millón de hormigas caminando afanosas por manos y cara la acompañaba en aquel camino incierto.

No estaba segura de lo que pasaba, pero intuyó que algo tenía que ver con el mensaje de voz que había encontrado unas horas antes, al encender su móvil luego de una interminable guardia nocturna en el hospital municipal. En él, una voz rasposa -tal vez un tanto afónica, pero familiar- le decía: “Por fin di con usted, doctorcita. Le tengo una sorpresa cuando llegue a su casa. Espero le guste”.

El tono de aquella voz no era amenazante; por el contrario, sonaba juguetona y divertida. Estaba habituada a recibir llamadas subidas de tono de algunos de sus pacientes que la llamaban por “emergencias” que terminaban siendo de otra índole; era linda, jovial y compasiva, algo que escasea en los hospitales públicos últimamente. Por eso no le dio mayor importancia al mensaje anónimo y pensó que tal vez hallaría en la puerta de su apartamento una flor o alguna nota indecorosa, que ella, por enésima vez, ignoraría. Y exactamente eso fue lo que encontró, pero no en la puerta, sino dentro de su propia habitación, sobre la mismísima almohada de plumas que guarda sus más urgidos sudores. Se dio cuenta del detalle mientras se quitaba la ropa para darse un relajante y merecido baño de espuma.

A que no adivinas quién soy… y dónde estoy”… alcanzó a leer justo antes que, súbitamente, se cortara la luz en toda la casa, convirtiéndola en un hueco negro y mudo sin puntos de referencia. A pesar del silencio ensordecedor que sólo era molestado por su propia disnea, ella sabía que él estaba allí, en cualquier rincón, tal vez observando con cierta burla sus movimientos erráticos intentando encontrar el tablero eléctrico y una explicación a aquel inusitado apagón.

En la negrura del lugar apenas se escuchaba el ladrido de un perro lejano y, más lejos aún, el golpe de las olas en el acantilado. Pero ella no escuchaba nada de eso. Sus oídos descartaban todo ruido innecesario para concentrarse en cualquier señal que le indicara las coordenadas de aquel huésped no invitado.

sexualidadVagaba desnuda tanteando paredes. Tropezó con una montaña de revistas y supo que a pocos pasos encontraría el tablero eléctrico. Súbitamente volvió la luz, obligándola a cerrar los párpados casi por completo, mientras sus pupilas se adaptaban a la claridad. Con ojos velados y arrugados apenas pudo divisar una silueta frente a ella, sentada en el sillón de lectura, sonriéndole y sosteniendo en la mano un pequeño interruptor. El susto y la adrenalina que corría por su cuerpo hicieron darle la espalda a aquel sujeto e intentar huir, pero enseguida se hizo la oscuridad, dejándola ciega otra vez.

No tema doctorcita… prométame que cuando vuelva la luz no saldrá corriendo… Además, el paisaje de su cuerpo desnudo es un regalo que quiero disfrutar con tranquilidad”.

Fue en ese momento, en medio de la caos y el terror, que ella se percató de su desnudez. Ahora, además de asustada, estaba también avergonzada frente a aquel desconocido y sus confusas intenciones. Quiso correr con más fuerzas aún, pero no veía nada; de seguro se lastimaría si lo intentaba.

Volvió la luz y emprendió el escape, pero al segundo regresó la negritud. Comprendió que aquel hombre tenía el control de los apagones y entonces permaneció quieta bajo el dintel de la puerta, tapándose como podía con manos temblorosas.

Espero que haya entendido que si huye volverá la oscuridad… le suplico se quede quieta y me deje mirarla. Cierre los ojos por favor, y no los abra aunque vuelva la luz”, le ordenó suave, pero tajantemente, aquella voz arenosa.

El invasor presionó de nuevo el interruptor que llevaba en la mano y la luz se hizo. Encontró a una niña desvalida con ojos apretados, una mano tapando los diminutos senos y la otra oprimiendo su sexo de vello coquetamente recortado. La curiosidad le hizo desacatar la orden y abrió los ojos; inmediatamente todo se oscureció de nuevo. El juego se hacía infinito; ella quería obedecer, pero al mismo tiempo correr y pensar algún plan para defenderse. Mientras se debatía entre una cosa o la otra, escuchó nuevamente la voz, que cada vez se le hacía más familiar y agradable.

Veo que es una chica desobediente… tendré que castigarla entonces… ¡Dese la vuelta!”, le increpó. El hombre intuyó que su presa permanecía inmóvil, entonces le gritó violentamente la orden, seguida de un fuerte carraspeo: “¡Que se dé la vuelta, dije!”.

Sus pies se despegaron del piso por un nanosegundo y giraron en el aire para colocarla de espaldas al invasor. Sin ella saberlo, su cuerpo estaba impulsado más que por el miedo, por un deseo animal, desenfrenado e inconsciente. Ella nunca podría reconocerlo, pero en el fondo, le gustaba ser observada por los ojos de un extraño; en el fondo, le había excitado enormemente esa intrusión, ese juego de luces y sombras, la orden militar que segundos antes la había asustado tanto; en el fondo, se despertaba un deseo irreconocible por su furia y novedad. En el fondo… muy en el fondo, sus entrañas desahogaban un ardor por mucho tiempo reprimido. El verdadero deseo. Ése que a veces adopta formas impensadas.

Lo escuchó levantarse del sillón y caminar hacia ella. La irracionalidad del miedo le decía que huyera, aún a riesgo de caer o tropezar. Pero su deseo, igualmente irracional, la anclaba al piso helado, como un árbol en mitad del desierto incapaz de llegar andando hasta el oasis.

Tener los ojos abiertos o cerrados daba lo mismo: la visión era nula. Pero ella los tenía fuertemente cerrados, como si así se protegiera con un manto invisible. Cual condenado esperando el sonido del disparo, se preparó para el inminente acercamiento. Pero nunca pudo prepararse para lo que sintió cuando aquel cuerpo de hombre la arropó suavemente por detrás, percibiendo el aroma varonil de su perfume, sintiendo el vapor leve de su respiración en la nuca, el frío de la camisa de seda y más abajo, el hirviente demonio que al rozarla, la hizo curvar su espalda y sostener la respiración por un instante.

Una mano de él le recogió en alto la larga cabellera para recorrer con su lengua húmeda y tibia aquel cuello de cisne, grácil y erizado, mientras la otra buscaba la selva húmeda de su pubis, aún protegido entre dedos femeninos y asustados, bañados de sus propios jugos.

Ya sabes dónde estoy… ahora intenta adivinar quién soy, mi doctorcita”, susurró casi sin voz al oído de la invadida.

Su tono tan familiar, el olor de su piel, la inexplicable comodidad que sentía pegada a ese cuerpo, el calor que emanaba de sus profundidades… todo le decía que era alguien conocido. Miles de ideas chocaban unas con otras en su mente, pero no lograban conformar una imagen, un nombre, una historia que le diera alguna pista.

Negó fuertemente con la cabeza, poniendo de manifiesto su incapacidad para adivinar y su desesperación por despejar de una vez la incógnita. Hizo un amago de darse la vuelta que él paró en seco. La tomó con una mano por ambas muñecas, poniéndolas en alto y sometidas contra la pared, al tiempo que continuaba masajeando con fruición los más recónditos y olvidados pasadizos del placer vaginal.

Tendré que ayudarte un poco”, dijo.

Sacó la mano de la cómoda vulva para desabrochar su pantalón y dejar expuesta su majestuosa virilidad, e intentó penetrarla sin preámbulos. Ella se resistía, se retorcía, se negaba con el cuerpo y con la voz. Suplicaba, pero la fuerza de aquel hombre encelado sometía su delicado cuerpo de señorita victoriana, dejándola con muy pocas fuerzas para luchar.

“¿Por qué no?”, preguntaba él, una y otra vez, sin dar pausa en su intención, que ya comenzaba a rendir frutos deslizándose suavemente en el túnel cavernoso y estrecho… “Dime, dime… ¿por qué no?” Ella sólo negaba con la cabeza y sollozaba…y gemía…

  • Tengo mucho tiempo que no hago esto con nadie, respondió finalmente con voz entrecortada y continuó a medida que el gemido pasaba de congoja a un placer inesperado: “Desde que mi novio me dejó… hace más de cuatro años…”
  • ¿Te dejó?
  • Sí… un tumor maligno en las cuerdas vocales lo alejó de mí. Dijo que no quería que yo sufriera con él…
  • ¿Lo amabas?, preguntó él, continuando la ofensiva.
  • Mucho, muchísimo… tanto que prometí no volver a amar a nadie de esta manera. Debes parar ¡por favor!…Él hizo caso omiso a su súplica y, por el contrario, intensificó la arremetida. Un silencio plagado de sollozos y jadeos anunció la llegada del orgasmo, el estallido de ambos en un mar de aguas turbulentas. La oscuridad en sus ojos se convirtió durante un instante en una luz interna que iluminó la estancia. “Has sido una mujer de palabra. Y no has faltado a ella, doctorcita…”, dijo el invasor, al tiempo que sacaba su falo exhausto de aquella cavidad rememorada durante tantos años, la besaba tiernamente en el cuello y le daba vuelta para continuar besando sus labios de terciopelo. Seguidamente accionó el interruptor para descubrirse ante los ojos -encandilados por el brillo, el placer y la sorpresa- de la mujer de su vida.

Milena Wetto

Erotikmente.blogspot.com

 

Milena Wetto
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