El Intruso, un relato de Melanie Márquez Adams (II) | La Nota Latina

El Intruso, un relato de Melanie Márquez Adams (II)

Cuando la vocecita de su cabeza estaba a punto de asaltarla con reproches, con el rabo del ojo alcanzó a ver el hocico. Esta vez, unos ojos enormes y vidriosos lo acompañaban. Ella se quedó hundida en esa mirada por un minuto y antes de que la pena la sobrepasara, se acercó a la puerta del jardín con la intención de espantar al molestoso invasor. Fue entonces cuando se dio cuenta de que este había arrasado con la mitad de su arbusto de rosas, ese que tanto trabajo le había costado cultivar. Tuvo unas ganas inmensas de perseguirlo y acabar con él de una buena vez; entre irse de cacería y seguir desparramada en el sofá dejando que la tele pensara por ella.

Eligió la segunda opción. Total, ¿qué más daba? Volvió el rostro hacia el ser que la seguía con sus ojos inquisitivos por toda la casa, le dedicó un gesto obsceno y gritó: “¡cómete el jardín entero si quieres!  ¡A ver si así te mueres de un empacho y dejas de hostigarme!”. Él ni siquiera se inmutó. Exasperada, en un par de zancadas ya estaba explorando el refrigerador.

Así pasaron dos días más.  La mujer solo se levantaba del sofá para buscar comida, ir al baño y pegar alaridos a la criatura que la contemplaba desde afuera. Cada vez que comenzaba a sentir que el cansancio de no hacer nada pesaba sobre sus ojos, sabía que “él” la estaba mirando.  De igual manera, al despertar, en el instante previo a los primeros parpadeos, tenía la certeza de que lo encontraría en el mismo sitio, impávido, y saludándola con el hocico.

La mañana del tercer día se despertó con un hueco ardiente en el estómago; su cuerpo aullaba por algo dulce.  Desesperada, buscó por todos los rincones de la cocina, saltando para tocar el fondo de los anaqueles y husmeando cada repisa del refrigerador; no encontró nada que no requiriera algún tipo de esfuerzo para que fuese comible. Tendría que salir.

Apenas a dos cuadras de la casa había una tienda, pero ella anticipaba la salida como una travesía enorme tan solo de pensar en los ojos y bocas cargados de veneno de sus vecinos. Se los imaginaba agazapados detrás de las ventanas, esperando pacientes por la oportunidad perfecta para atacar. Ser el blanco de chismes punzantes no era en realidad lo que más le preocupaba. Sino que le aterraba la idea de que la mirasen con cara de pena. Aunque podía soportarlo casi todo, que le tuviesen lástima era demasiado. Arrastró los pies hasta el sofá, se desparramó y se cubrió entera con la pesada manta. “Mejor dormir y no pensar” pensó. Antes pensó que el sueño llegara a su rescate, escuchó unos golpecitos en la puerta de vidrio. “¡Déjame en paz animal del demonio!”, gritó sin destaparse. Él no se dio por vencido; insistió y siguió llamándola usando el hocico a falta de puño.

Agotada de luchar contra lo inevitable, se deshizo de la manta, devolvió la mirada a su contrincante y le cedió el triunfo. Sabía lo que tenía que hacer. Por primera vez en varios días, caminó por el pasillo hacia la puerta de entrada. Colgados junto a las llaves, encontró un collar y una correa de color fucsia. Las decenas de piedritas brillantes que saturaban los dos objetos lastimaron sus ojos. Recordó el día en que su ex los compró y la manera en que había corrido de regreso a la casa, prácticamente babeando, para dárselos a su princesa, su amada chihuahua. “¡Imbécil!”. Desperezándose, extendiendo el cuello y los brazos, regresó a la sala. Desde allí intercambió una mirada cómplice con su pequeño intruso. Ya era tiempo de que se conocieran formalmente.

Quince minutos después, la mujer y el conejo caminaban por la calle. La correa fucsia tambaleaba al ritmo de los saltos de la esponjosa criatura. Desde los ojos incrédulos de los vecinos, parecía que la mujer brincaba con su acompañante. Entre exclamaciones y cuchicheos, las miradas eran burlonas, de asombro, hasta de susto; pero en ninguna asomaba la pena. Nadie se atrevió a acercarse o dirigirle la palabra.

Con una sonrisa que desbordaba su rostro, Ella iba pensando en los dos pasteles y las cajas de chocolates que estaba por comprar. Añadiría a la cesta tres botellas de vino, queso, pan, un par de lechugas. Unos manojos de hierbas también.

En unos saltitos más, llegarían a la tienda.

FIN

Puedes leer más relatos como este en la colección de cuentos Mariposas Negras de Melanie Márquez Adams, disponible en Amazon —papel y Kindle— en el siguiente enlace: http://a.co/9BCsCSe

La autora conversará sobre su obra durante la Feria del Libro de Miami, el sábado 17 de noviembre a las 4 pm en el salón 8525 del Wolfson Campus del Miami Dade College.

Melanie Márquez Adams
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