El Duelo...Después del fallecimiento de mi hijo Andrés, un 19 de diciembre, tuvimos que esperar un par de días para retirar sus cenizas. Recuerdo que tuvimos que ir el 22 de diciembre de 2015, ese día, yo estaba de cumpleaños.
Muchos días antes del fatídico desenlace, estando en el hospital le imploraba tanto a Dios para que ese día me premiara con el mejor regalo de cumpleaños de toda mi vida. Recibir a mi hijo fuera de la Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica (UTIP). Efectivamente ese 22 de diciembre lo tuve en mis manos pero en un cofre. Quería recibirlo en carne y hueso, y lamentablemente en vez de su cuerpo sano, vivo y fortalecido, tenía sus cenizas.
Fue un momento muy doloroso. Me sentía tan vacía, tan nerviosa, con el estómago estragado, las manos temblorosas, las piernas me flaqueaban en cada paso que tenía que avanzar para recibir la respectiva caja. Estaba tan llena de rabia, con el corazón destrozado, el alma hecha pedazos y los ojos inundados de lágrimas. Una y otra vez le pedía perdón a mi hijo y a Dios por no haber sido clara en mi petición.
Ya han transcurrido 6 meses sin mi #GranAndrés, y todavía muchas personas me preguntan cómo fueron esos primeros días después de su muerte. Sencillamente sentía que me estaba enloqueciendo. Era difícil todo, hasta lo más sencillo como caminar, hablar, pensar, comer, dormir, etc, se tornaban en una ardua tarea. Cuando trataba de conciliar el sueño me despertaba con pesadillas, escuchaba su llanto de los primeros días de hospitalización, veía sus lágrimas brotar, pese a que estaba entubado, cuando entrábamos a visitarlo en UTIP y le hablábamos esa era tu respuesta. Mi chocolate nos oía, sabía que estábamos ahí. También recordaba cada progreso y cada recaída. Mi hijo fue fuerte, luchó por vivir, todo un guerrero.
Cuando tenía crisis de llanto o hablaba dormida, mi esposo me agarraba para hacerme volver en sí. “Andrés ya no está”, “Estamos en la casa, de qué medicina hablas”, “Cálmate, toma agua y trata de descansar un poco”, esas eran sus palabras, me consolaba dándome un fuerte abrazo. Él al igual que yo estaba desolado. Varias veces, en horas de la madrugada cuando no podía dormir me levantaba e iba hasta el lugar donde estaba la cajita con “Andrés”. Le hablaba y me aferraba fuertemente a ella, como el día que entregamos su cuerpo para la incineración.
Antes de cremarlo, nos pidieron a nosotros como padres reconocer el cuerpo. Apenas abrieron el cofre sentí un impulso por romper el vidrio para sacar a mi hijo de ahí y llevarlo conmigo. Me aferré como nunca a esa cajita blanca. Fue tan devastador que no pasó ni un minuto cuando un par de familiares me tomaron por los brazos y me sacaron de la sala.
Dormir? era casi imposible. Estando acostada en la cama casi inerte porque no tenía fuerza para nada, no dejaba de recordar todo lo vivido durante su hospitalización. ¿Comer? la verdad no me daba hambre ni me provocaba nada. Lo poco que consumía era para no desmayarme. ¿Aseo personal? al principio poco, no me peinaba, no me miraba en el espejo, me cepillaba a mediodía, me bañaba uno día sí, otro no. Tampoco contestaba llamadas, ni mensajes. Mucha gente estuvo pendiente de mí (cosa que agradezco), pero en ese momento me aturdían.
Sencillamente no tenía nada que decir y mucho menos expresar cómo me sentía. En varias ocasiones tomé gotas relajantes para calmarme un poco. Sabía que estaba viva porque #SúperDiego así me lo hacía saber. Cada vez que me veía llorando se acercaba a mí, me pedía que me pusiera a su altura y con su mano tierna y sutil me secaba las lágrimas y decía “Mamá Andrés está en el cielo con Dios, ya no lo puyan”. Eso me destrozaba más y lloraba desconsoladamente. Tan pequeño y con tanta madurez. Tratando de decirme que mi Chocolate ya no sufría. Aunque de tanto verme triste, un día el hermano mayor, me preguntó: “Mamá por qué se murió Andrés” simplemente le dije que se convirtió en un ángel. Que desde el cielo siempre nos cuidará.
Durante la velación cuando vio a Andrés metido en esa cajita blanca dijo: “Mira mamá, Andrés está durmiendo”. Se iba a jugar, al rato volvía y se asomaba a verlo, llegó un momento, ya al final de la tarde que se acercó al cofre y le gritó: “Párate Andrés. No duermas más”. En medio de su inocencia siempre estuvo muy pendiente de su hermanito. Desde que nació me ayudaba todos los días a atenderlo. Lo cuidó, protegió y amó tanto.
Le doy gracias a mi #GranAndrés por haber escogido mi vientre para darle la vida. Nos llenó de tanta alegría. Ese pequeño niño cambió nuestra escala de valores. Vivimos la vida de otra manera, valorando mucho más aquellos aspectos que quizás antes pasaban desapercibidos, por ejemplo, un beso al despedirnos en la mañana antes de ir cada quien a cumplir con sus labores diarias, el del reencuentro y el de las buenas noches. Es una fiesta volver a casa juntos. Muchas cosas dejaron de ser el gesto monótono y repetitivo de cada día. Escuchar la lluvia cuando cae, ver los arboles cómo se mueven con el viento, el olor del mar mientras se observa una puesta de sol. Hacer grandes las pequeñas cosas. Entendimos que de eso se trata la vida. Tú decides, ganar o perder.
Me despido como siempre lo hago cuando escribo sobre ti: “Dios te bendiga hijo. Te amo. Un beso enorme y un fuerte abrazo que lleguen hasta el cielo”.
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