Me despierto ya entrada la noche del día de muertos. Hoy el planeta es otro y se rompen las cerraduras. Hoy me asomo por los cortineros y miro sin miedo al otro lado de la muerte. Los viejos míos que aun están de este lado han trajinado toda la noche preparando el altar. Cempasúchil, la flor de muerto, las comidas que le gustaban a la abuela, a la suegra, a todos los que se han ido conocidos o no, los cigarros, el alcohol, están en el altar esperando que se abran las compuertas.
Se hace un caminito con cempasúchil que lleva hasta el panteón, aquí no, aquí el camino lleva hasta el quicio de la puerta o hasta el final de la banqueta, mas allá no, mas allá perviven los que ignoran o quieren ignorar que solo por esta noche todos, los descarnados y nosotros, nos reunimos abrazándonos y dándonos calor.
El aroma de la flor naranja lo perciben los que están lejos y en la vida larga y ese perfume los trae al cobijo de sus seres queridos. En el pan, en el mole, en las historias, en el silencio frio de la noche se sientan con y entre nosotros y nos dan compañía. No preguntamos si allá llueve o si acaso para ellos habrá algún mas allá y ellos no nos preguntan si es que este cuerpo que cambia cada día no termina pesándonos.
La puerta del Mictlán está en nosotros donde quiera que vayamos. En el centro de Los Ángeles y su bullicio de ciudad de vértigo estamos nosotros desarrollando el mito, apartando la niebla, congelados pero rutilantes esperamos los pasos sobre las flores esparcidas en el suelo fértil de la gran california.
Altares chicos y grandes se levantan con honor o a escondidas en cuartos, patios, debajo de escaleras, contra muros de escuelas, en universidades, en parques, y los levantan manos de obrero, delicadas manos de estudiante, de madre, de vendedor de flores, de maestra, de trabajados de la costura, de residentes, de ciudadanos ya de quinta generación nacida aquí, de recién emigrado, y a este altar le hablan en ingles, en nahua, en español, en otomí, zapoteca, en la lengua de la tierra le hablan al altar de los muertos.
Con la reverencia con que se suele recibir a la visita que nos llega de lejos así nos sentamos, nos alistamos, nos entregamos al canto y a la danza ritual que abre la constelación que nos hermana. Esta tradición nos viene de muy lejos, de antes de la hecatombe, de cuando desde el fondo del tiempo nos explicamos para dónde y de dónde. Suenan los tambores, huehuetl les llamamos, y las plumas y los chachayotes inician su labor conciliadora danzando para que todos sepan que allí vienen, y vienen y se sientan y comen con nosotros de su comida favorita.
Lentas pasan las horas y lento el amanecer viene sobre el abrazo que nos une. El frio nos sobrecoge y la madrugada saca de su concha a los trabajadores del jardín y de las fábricas. Ir al laburo sin haber dormido no significa mucho cuando se ha disfrutado de la noche eterna. Con paciencia y esmero se recoge la flor de cempasúchil y se guardan las fotografías y los enseres que hicieron del altar una puerta al Mictlán. La mujer, dadora de la vida, se encarga de mover su energía, de abrir y de cerrar esa rendija y de bien venir y también de despedir a los que ya se van, a los que se regresan a la vida larga.
De Oxnard a san José, de San Francisco a Compton, por muchas de las esquinas del estado dorado deambulan esa noche siguiendo ese olor dulce de la melancolía que los lleva de regreso a su hogar nuestros parientes muertos. Una canción no le hace daño a nadie, un pensamiento que rememore su paso de guerreros y guerreras de la vida no causa menoscabo en nadie tampoco. Somos los innombrables, los rostros que manejan las máquinas, los cajeros de banco, los que vendemos elotes, los que escucharon alguna vez hablar a los abuelos en su lengua natal y estamos orgullosos de serlo y de honrar en un altar su paso por la tierra que de alguna y de todas las maneras nos tiene hoy aqui.
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