El sábado pasado mi hijo y yo fuimos a la playa. El sensor de mi carro mostraba 35 grados centígrados de temperatura ambiental, pero la humedad nos hacía sentir como si estuviéramos en una olla a presión.
Gracias a Dios encontré un espacio para estacionar mi carro cerca de la entrada, pues cargando mi maleta de playa, la silla en la espalda, los juguetes de mi hijo y una tabla de surfear en las manos yo parecía un perchero ambulante. Lo único que le pedí a mi hijo que cargara era la neverita la cual estaba llena de sus golosinas y sin embargo no paró de quejarse todo el camino.
Encontramos un buen sitio y mientras mi hijo jugaba con la arena, yo me senté a saborear la sal del mar en el aire. Después de una agitada semana de trabajo, un día de playa es la versión económica de un día de spa.
Todo iba de maravilla hasta que los niños de la familia que estaba sentada a nuestro lado se les dio por alimentar a las gaviotas. Al cabo de unos pocos segundos, una nube de aves revoloteaba sobre nosotros reclamando su pedazo de galleta. Salté de la silla despavorida pues presentía que algo iba a pasar. No me equivoqué.
“Sentí que algo húmedo me golpeó en la mejilla, y cuando me toqué la cara, ¡me di cuenta que una de las gaviotas me había cagado! Le nombré la madre y deseé haber tenido una cauchera a la mano. Para calmarme y verle el lado positivo al incidente, recordé la superstición que dice que la cagada de pájaro es buena suerte. Sin embargo, ya han pasado varios días y no he recibido ningún beneficio”.
Me lavé la cara en el mar y esperé a que los mocosos dejaran de alimentar las gaviotas para regresar a mi silla. Por fin se les acabaron las galletas y me senté a mirar la que gente que pasaba. Admiré la diversidad de los visitantes y me asombré de las familias que cargan hasta con el lavamanos de la casa cuando van a la playa—carpa, mesa, sillas, nevera, juegos de playa y cuna para bebé, entre otras cosas. ¡Parece que se estuvieran mudando!
También vi un par de ejemplos que me subieron la autoestima y me reafirmaron que no estoy tan mal para usar vestido de baño de dos piezas. Pero lo que más me llamó la atención, fue que por primera vez me di cuenta de la belleza de los jóvenes de hoy.
“Esta generación de cuerpos esculpidos y dorados por el sol son un buffet para los ojos, y aunque los miro con ojos de mamá, me pregunto, ¿cómo deciden quién les gusta si todos son unos bizcochos?”
Se llaman Millennials. Nacieron bellos y flacos, cuidan lo que comen y hacen ejercicio como ver televisión. Como miembro de la Generación X—conocida como la de la Guayaba en Colombia—tengo que hacer muchas cosas para verme bonita, hacer ejercicio para mí es un castigo y decirle no a una empanada, chocolate o chicharrón es imposible.
Cuando estaba en la universidad, los jóvenes éramos flaquitos o gorditos y el término “lavadero” se refería al cuarto de ropas donde se lavaba a mano la ropa delicada y no a los abdominales espectaculares tan comunes en los gimnasios y playas de hoy.
También, por décadas las mujeres han sido tratadas como objetos por la industria de la belleza en todos los medios—televisión, revistas, internet y redes sociales—mientras que los hombres eran simples espectadores. Pero las cosas han cambiado. Hoy más que nunca, los hombres son objetos de deseo y el nuevo objetivo de las industrias de la belleza, la moda y hasta la cirugía plástica.
Sin caer en el extremo narcisista, me encanta que las nuevas generaciones cuiden su apariencia siguiendo estilos de vida saludables. Ojalá esta tendencia dure hasta que mi hijo se convierta en adulto, porque con la herencia de la enfermedad cardiovascular de su papá asechando en los umbrales, tener un cuerpazo no solo será para satisfacer su vanidad, sino para salvar su vida.
Gracias por leer y compartir.
@MiVidaGringa
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