Con paso seguro entra Sonia al bar La Victoria en la elegante zona rosa de la moderna Bogotá. Como es costumbre en viernes, llega alrededor de las ocho de la noche y se sienta en una de las mesas lejos de la entrada. Hoy no le acompaña Camila, su entrañable y querida amiga. Uno de los meseros se dirige a ella en cuanto la ve llegar.
– ¿Lo mismo de siempre señorita?
–Lo mismo de siempre –responde Sonia con una abierta sonrisa.
Mientras el camarero se aleja, ella repara cuidadosamente en cada mesa y se detiene solo algunos segundos cuando encuentra algún hombre que llame en realidad su atención.
–Nada que valga la pena –piensa para sus adentros luego de recorrer con su mirada todo el bar en su interior. Con cierta parsimonia saca un cigarro de su bolso y lo enciende mientras observa un par de hombres que hacen su ingreso al bar.
–La cacería ha comenzado –dice de pronto de la chica arqueando una de sus cejas y esbozando una casi imperceptible sonrisa. Lo que la mujer desconoce es que en esta oportunidad ella será la presa y los recién llegados los cazadores.
Sonia, mujer solitaria y de mediana edad, acostumbra llegar al bar al comienzo de la noche y en compañía de Camila, buscando furtivos amantes a los que con picardía denominan “mechudos”. Luego de algunas copas y amparadas bajo la sempiterna oscuridad del recinto, se insinúan sin ambages a las nuevas conquistas, haciéndoles creer por momentos que ellos son sus tan anhelados amores.
Horas más tarde, se entregan desaforadamente y en un rito apasionado al deleite sexual, que puede en ocasiones durar horas enteras. Al día siguiente desaparecen de la escena con discreción y evitan cualquier contacto posterior con los “mechudos” de turno, desvaneciendo así cualquier indicio que pueda revelar la oculta actividad de las jóvenes mujeres durante los fines de semana.
Pero en esta ocasión, nada saldrá a pedir de boca, como era rutinario. Sonia vivirá la más intensa experiencia que la pondrá por momentos al borde de la muerte y marcará para siempre el rumbo de su vida.
–Hola muchachos ¿Por qué tan solos? –pregunta de repente Sonia levantando la voz aprovechando el receso de cambio de melodía.
– ¿Y quién dice que estamos solos? –riposta a su vez el mozalbete más joven con un brillo en los ojos.
– ¿Esperan a alguien?
–No. Ya encontramos lo que queríamos. A ti.
Una hora más tarde, la chica trenza su cuerpo en candentes movimientos con los muchachos en la pista de baile del bar mientras apura sendas copas de licor.
La música activa mágicamente la energía de la chica, quien al parecer no quiere parar de bailar. Una tras otras se suceden las canciones y las luces intermitentes y de colores viajan en el recinto, saturado de olor a alcohol y humo de cigarrillos.
El breve receso es aprovechado por Sonia para visitar el baño en el piso superior. Allí con la torpeza que la ebriedad le causa, revisa en su pequeño bolso para confirmar que lleva suficientes preservativos consigo. Un par de ellos caen al piso y ella se apresura a recogerlos mientras otra mujer se percata de lo que está sucediendo.
–Solo por si acaso –dice Sonia sonriendo con picardía.
De regreso en la mesa, observa como los “mechudos” terminan abruptamente su conversación al verla llegar.
– ¿Negocios? –pregunta inocentemente.
Los muchachos le reciben con una sonora carcajada, un segundo después, el mayor de ellos la hala a la pista de baile y se entregan frenéticos al compás de la canción que pareciera por momentos arrebatarles los sentidos.
Allí pasan varias horas.
Hacia las dos de la mañana, los tres abandonan el lugar y se dirigen al vehículo de los chicos, quienes alegres entonan una canción de rock, mientras sostienen en pie a la ebria muchacha. Ese será el último momento de tranquilidad que Sonia recordará de esta funesta noche.
Minutos después el auto arranca y se pierde en las penumbras de la noche con rumbo desconocido. Todo apenas está a punto de comenzar.
Marco T. Robayo.
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