La escritora chilena Teresa Wilms Montt tuvo una vida trágica, pero dejo un legado incuestionable en nuestra literatura. Por qué su historia tiene que ver con este relato.
Estudié periodismo, pero ya desde la época universitaria me desviaba de los datos duros y me ponía “creativa”, es decir, me imaginaba salidas alternativas y por ello, se auguraba que en la arena periodística no destacaría. Déjeme que le cuente una anécdota: cuando trabajaba para un canal de televisión, recuerdo que llamaron por teléfono un domingo por la mañana. Era una vecina que alarmada avisaba de alguien que se había ahogado en el Paseo del Mar, que fuéramos pronto. Me emocioné por recibir el dato: alguien nos ayudaba a cubrir el rutinario día domingo; y al mismo tiempo el estómago me dio un vuelco. ¡¿Un muerto?!, a la fecha me había negado con rotundidad a asomarme al ataúd de los finados. Pero era una noticia, así es que le avisé al camarógrafo y partimos al balneario de la ciudad. Todo el viaje me fui respirando profundo, procurando no perder la chaveta ante el pobre infeliz cuya vida había concluido en las frías aguas del Pacífico; y rogando que todo aquello fuera un error: no había muerto, era solo un monigote que alguien había olvidado por allí.
Avanzamos por la avenida Grecia de mi ciudad y a lo lejos vimos el vehículo policial, más allá una ambulancia y la tropa de curiosos tratando de echarle un vistazo al fallecido. El chofer acomodó el cartel de “PRENSA” en un lugar visible del parabrisas y nos dejaron pasar. Estacionó y el camarógrafo se bajó corriendo para captar la mayor cantidad de imágenes. Yo me demoré en tomar mi libreta, mi lapicero, mi compostura. Me tomó tanto tiempo juntar fuerzas para abrir la puerta del auto que el chofer me advirtió “apúrate, flaca, se lo van a llevar”. Descendí y me encaminé hacia el carabinero –así le llamamos a la policía en Chile– que estaba parado a la mayor distancia del fenecido.
–¿Y de qué murió? –le pregunté, las piernas tembleques, la barbilla tirante y de inmediato me arrepentí de la pregunta obvia. Lo que vi de refilón fue un hombre mojado a la orilla del mar, vestido sólo con calzoncillos.
–¿Quién? –me contestó el oficial, de verdad sorprendido.
–El hombre –le respondí, apuntando con la mano la dirección del ahogado, pero sin querer voltear la cabeza.
–¡No está muerto! –se rio– ¡Está borracho!, lo agarramos tratando de irse a nadar. Lo van a mandar al hospital.
Teresa Wilms Montt
Y así, de un momento a otro, no tenía que cubrir la noticia de un muerto, sino la resaca de un enfiestado. Ya me gustaba escribir temas literarios, pero ahí andaba yo, corriendo a la siga de noticias que al final, no eran noticias. ¿Y cómo se conecta esto con la lectura? Todavía no lo sé. Le confieso que empecé a contarle esta anécdota porque he estado pensando muchísimo en la escritora chilena Teresa Wilms Montt, una mujer que nació en Chile en 1893 y será tal vez por este pequeño pero definitivo detalle: el haber nacido en Chile, que las cosas resultaron tan mal para ella. Cito aquí “Dado el contexto social de la clase y época a la que perteneció, la educación de Teresa Wilms estuvo a cargo de estrictas institutrices, que la adiestraron en todas las materias y deberes propios a la búsqueda de un conveniente marido. Sin embargo, desde pequeña, se manifestó contraria a los valores y enseñanzas de su clase, que poco acomodaban a su espíritu libre y creativo” (Memoria Chilena).
He de suponer que todas somos adiestradas para estas labores, aunque poco a poco y gracias a la tenacidad de muchas, vamos rompiendo moldes y aventurándonos en otras áreas.
Cuando leí “Libro del camino”, las obras completas de Teresa Wilms Montt, me impactó la potencia de su poesía. Pero también por la prosa en sus diarios íntimos y más allá, una vida trágica. Teresa se suicidó a los 28 años, muriendo en Francia, lejos de sus hijas, después de un andar errante a consecuencia de su inclinación artística, por su osadía de querer escribir y de ser más que un objeto, un sujeto hacedor de su propio camino.
No conforme con el final de su vida, por años me enfrasqué en pensar qué hubiera pasado si… el marido hubiera sido menos troglodita, sus padres la hubiesen comprendido, la sociedad no la hubiera juzgado, ella no hubiera debido enfrentar el dolor de separarse de sus hijas. Y así, como la vez en que deseé que el fulano del Paseo del Mar no se hubiera ahogado y resultó cierto, un día surgió un cuento de mis entrañas donde había una Teresa que, en vez de irse a Buenos Aires y culminar muerta en París, se largaba al desierto de Atacama con su hija. Y vivía allí, en el lugar más seco y agreste del planeta, una larga, verde y fructífera vida, rodeada de letras y de besos en las mejillas. Por eso, creo yo, que a mí me iba a ir siempre mal como periodista, porque el deseo de reescribir la historia triste de cada entrevistado iba a ser inevitablemente tan poderosa que no habría editor que me aguantara. Terminaría inventando cuentos en vez de crónicas y sería despedida de todos los semanarios. Y tal vez así fue… ¿Y si era esto lo que tenía que ver con lo otro?
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