El crujir de las hojas secas al partirse, cada vez que sus delicados pasos se posaban sobre ellas, rompían una y otra vez el mágico silencio de ese bosque misterioso. Caminaba con su torso descubierto. Su rostro lánguido. Su mirada entristecida. Su larga falda agitada con rabia por el viento, arrastró y se llevó consigo algunas hojas que marchitas reposaban en el piso.
El sol comenzaba ya a ocultarse y en el horizonte una estela de luz amarillenta, arropó lentamente con su manto, las verdes estepas a lo lejos. Las titilantes luces de las casas a las afueras del pueblo, se antojaban ahora más cercanas. El balsámico aroma de eucalipto impregnaba el ambiente, brindándole al entorno una sensación de sosiego y apacibilidad.
Luisa sucumbió por un instante ante el embrujo de la naturaleza. Quería soñar y lo estaba haciendo. Deseaba ser libre y estaba a punto de lograrlo. Ansiaba amar y rogaba a Dios porque no fuera una quimera.
Tan solo unos horas atrás, había abandonado con horror la que por varios años fuera su morada. Al correr, no solo renunció al perturbador lugar, sino que alejó de sí, los amargos recuerdos del pasado. Ahora con avidez pero paso vacilante, buscaba ese escabroso y anhelado camino a la felicidad.
Entre saltos y carreras y en medio de llantos y suspiros, perdió la noción del tiempo, lo que le hizo sentirse desorientada de momento. Ahora solo quería salir de ese sombrío bosque. Unos pasos más la llevarían a ese ansiado lugar que tanto había buscado.
Una anciana de rostro bonachón, caminaba inmersa en sus pensamientos. Pronto sus pasos se encontraron y se miraron mientras el viento agitaba sus cabellos.
―Niña mía, ¿Te encuentras bien? ―preguntó la vieja de repente.
―Lo estoy.
―Tienes sangre en tu vestido. Mírate. Por Dios. ¿Estás sangrando?
―Estoy bien. Nada me ha pasado.
―Déjame ayudarte. Ven conmigo a casa ―le conminó la anciana en tanto la tomaba de la mano.
―No. Estoy bien. Debo irme de aquí ―contestó Luisa y apuró el paso en dirección contraria a la mujer.
―Ven niña, no te vayas ―insistió la mujer visiblemente preocupada.
―Debo irme ―repitió Luisa con la voz perdida― Algo terrible ha pasado, estoy buscando ayuda, pero se bien dónde encontrarla ―añadió.
―Niña ven, yo también puedo ayudarte. ―vociferó la anciana y su grito se desvaneció con el viento.
Luisa avanzó hacia el pueblo con su mirada clavada en el piso. A cada paso, el varonil rostro de un individuo tomaba forma y llenaba su memoria. Llevaba varios días que no sabía de él y ahora encontrarlo era lo más importante de su vida.
No tenía claro cómo le contaría lo que sucedió. Debía hacerlo, de eso no había duda. De hecho aquel hombre estaba tan involucrado en el suceso como ella. Quizá podía decirse que fue el artífice para que las cosas se dieran de ese modo.
Por momentos las suaves y apacibles imágenes desparecían de su mente, para darle paso a las escabrosas y sangrientas escenas que con sino trágico tuvieran lugar pocas horas atrás.
Media hora más tarde, cansada y vacilante, se halló ante la puerta que tantas veces cruzara en secreto, algunas de ellas amparada en las sombras de la noche. Golpeó suavemente como acostumbraba hacerlo y esperó con nerviosismo a que ésta se abriera.
No hubo de esperar mucho tiempo para escuchar el clic al otro lado de la puerta, la que lentamente se deslizó hacia adentro. Estaba oscuro, no podía adivinarse quien estaba en su interior.
Luisa cerró los puños con fuerza, hinchó de aire sus pulmones en tanto echaba la cabeza un tanto hacia atrás y se dispuso a traspasar el umbral. Había llegado el momento. Era por fin la hora de la verdad.
― ¿Chris? Soy yo. ¡Pasó algo aterrador! Frank está muerto.
Una sombra apareció difusa tras de la puerta. Luisa no pudo distinguir de quien se trataba. Aguzó la vista pero no pudo a ciencia cierta saber si era él.
― ¿Chris, eres tú?
Marco T. Robayo
@marcotrobayo
Fotos: Marco T. Robayo
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