Mi esposo, a quien llamaremos W, tuvo la casita de árbol y las aventuras en bicicleta con sus amigos: esas que los niños latinoamericanos que crecimos en los ochenta soñábamos mientras devorábamos las historias de E.T. y los Goonies junto a un cerro de palomitas. Y es que la infancia de W incluyó, por si fuera poco, escenarios increíbles de bosques y montañas. Tan diferentes a los escenarios de niñez urbana y escuela católica que me tocó vivir, esos que se entretejen en varios de mis cuentos y crónicas. Precisamente en este rincón idílico donde creció W, un pueblecito anidado en los Apalaches sureños, es donde recibiré el nuevo año. Llegará en total quietud, sin fuegos artificiales ni quema de años viejos, sin el estruendo típico que despliegan la porteña Guayaquil y las playas farreras de Salinas.
¡Cómo extraño el fuego y las explosiones cada fin de año que paso lejos de casa! Ese caos que mis estudiantes de español observaron entre broma y elocuencia, solo se ve en este país cuando ocurre un disturbio violento. No pude contradecirlos. Desde la pantalla del proyector, unas llamaradas gigantescas amenazaban escaparse; la explosión de camaretas, interminable: como si se fuera a acabar el mundo esa misma noche a orillas de un rincón tibio del Pacífico.
Me pregunto si aquel mismo pensamiento rozó la mente de W la última noche del 2015, mientras esperábamos la entrada del nuevo año desde un apartamento de playa en Salinas. Estaba tan callado en su trocito de balcón, casi sin atreverse a respirar, concentrado en la danza pirotécnica que se desplegaba sobre el cielo negro: pétalos incandescentes abriéndose en cientos de chispas cuyos tonos escandalosos interrumpían la calma del océano. Cerca de la medianoche, cuando comenzaban a arrastrar a los años viejos desde la piscina hasta la pila gigantesca de papel maché que se formaba al pie del mar, W me preguntó en voz bajita, sus ojos azules retumbando con cientos de luces, ¿Tienen que quemarlos a todos? Acaricié su espalda, recordando que de niña tampoco me hacía mucha gracia que quemaran a los “viejos”. Y allí siguió W en el balcón, guardando duelo por los monigotes mientras a su alrededor las botellas disparaban champaña y las uvas escuchaban pacientes una interminable lista de anhelos e intenciones.
Pero este diciembre será W quien tendrá que consolarme por la falta de alboroto y la ausencia del disturbio celebratorio de fin de año. Con suerte, el eco de las montañas Apalaches me traerá algo de la noche vieja costeña: el pum de una camareta, los ¡feliz año! de familiares y amigos, o quizá, el canto nostálgico de algún año viejo, uno que espera tranquilo a que las llamas lo abracen para cumplir así con su destino fugaz: darnos la oportunidad de un nuevo inicio con sueños frescos de aquello que podría ser. Un año viejo a cambio de doce meses para reinventarnos.
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