¿Quiénes son los Duendes Burlones? | La Nota Latina

¿Quiénes son los Duendes Burlones?

 

 

«Ocultos entre decenas de amarillentas hojas extraviadas por décadas, emerge de pronto un  manuscrito de desteñidas letras rojas. El autor se reencuentra con la historia perdida que inició  en algún momento de su juventud y transcribiendo cada palabra, acomete su final en el ordenador. Los duendes que le inspiraron ya no están, ahora son un espejismo. O tal vez…siempre ¿lo fueron?»

 

Los descubrí una noche de plenilunio, estáticos e impasibles formando parte del ambiente circundante, como si trataran de pasar desapercibidos. No supe cuánto tiempo llevaban ahí sin yo notarlo, mirándome sin articular un solo sonido. De tamaño diminuto, aspecto extraño y grave, semejaban esos hombrecillos plásticos de partes movibles y escala reducida, réplica de héroes y villanos de la tele, que por esos años empezaban a vender  las tiendas de juguetes. Eran duendes y estaban ahí, en mi propio cuarto. Los elaborados detalles  de su apariencia humana, lejos de infundirme temor, avivaron mi curiosidad. Me acostumbré con el tiempo a su mirada frívola, vacía de emociones, siempre escrutadora pero inofensiva; distante y cargada de mutismo.

No eran seres inertes, ni simples figuritas plásticas de producción serial. Por el contrario, tenían vida, mejor dicho, parecían animados…por una fuerza extraña, una magia desconocida e inexplicable que les infundía humanidad, al tiempo que les negaba el don de la palabra. Cada uno tenía su propia apariencia que intercambiaban con frecuencia, cruzando unos a través de otros como si fuesen artificios holográficos. Pese a su enajenada e inmutable indiferencia, fueron compañía en momentos de soledad, me asustaron apareciéndose en los lugares y momentos mas inesperados y algunas veces, hasta reñí con ellos por distraerme de mis deberes escolares.

Ellos avivaron mi fantasía en esos años de la infancia, y aun guardo vagamente en la memoria su recuerdo. Parecían vivir en la línea fronteriza entre dos mundos paralelos, incongruentes y disparatados: el suyo, híbrido de realidad y encantamiento; el mío, torbellino de viriles impulsos y sueños juveniles. Lo descubrí como en una revelación, las dos o tres ocasiones que empujado por la curiosidad, traté amistosamente de tomar alguno en mis manos. Al juntarlas no había nada en ellas, estaban vacías, y el escurridizo visitante aparecía en otro lugar, observándome con su habitual indiferencia. Nunca terminé de entenderlo, ocultando siempre mis encuentros con aquellos intrusos, mezcla inocua de fugaces fantasmas y burlones duendes.

Aparecían a menudo en una blanquecina bruma evanescente que penetraba ventanas, rendijas y cerraduras. Tras tomar su forma humanizada, se escurrían y filtraban por todos los rincones, en silencioso tumulto, traviesos y desordenados. No olvido cuando en medio de su juerga, rompieron el viejo jarrón, tesoro de la abuela; memoria vítrea de días gloriosos. Asumí estoicamente, la reprimenda esperada. Además de violar un tácito pacto de silencio, una historia de duendes rompiendo un jarrón, solo hubiese aumentado el incrédulo enojo de los adultos.

A veces parecían levitar en una atmosfera de fantasías oníricas, derritiéndose en el sopor del verano o diluyéndose en ondas repetitivas sobre los cristales manchados, en los días invernales. Jugueteaban como marionetas de trapo, cabalgando los vientos de Agosto o infiltraban las gotas de lluvia, huyendo de los soles calcinantes. De repente, les hallaba echados en los rincones de mi cuarto, agazapados en los roperos o pegados a las lámparas, como las salamandras a las rocas. Les di nombres que nunca dije, porque jamás supe cómo se llamaban.

Preferían la biblioteca, no se si por el añejo olor a pulpa de mis libros rotos, quizás para hibernar bajo el cobijo de polvorientas paginas, o talvez para asimilar el secreto latente de milenarias voces impresas. Parecían irreverentemente humanos, durmiendo en las escalinatas o balanceándose parsimoniosos al vaivén de la lámpara colgante, en el centro de la estancia. Irradiaban una desidia ancestral y disfrutaban socarronamente, desapareciendo objetos y pertenencias familiares. Recuerdo como si fuera ayer, una tarde estival inmisericordemente húmeda, a la hora de almorzar. La carne diminuta en mi plato humeaba todavía al desaparecer, como solía suceder con mis libros y manuscritos, mis dibujos y golosinas que después aparecían en insospechados lugares, o se esfumaban sin dejar rastro.

La radio parecía ejercer un poder de disuasión que les hacía entrar en desbandada. Se iban al medio día o en las noches, cuando sintonizaba las noticias. Era un acto de renuncia colectiva y precisión cronométrica, tan súbito como sus apariciones. Llegué a creer que no querían saber mas del dolor mudo de la tierra, los lamentos, las orgías, ni los odios. Hasta tenían su propia manera de morir. Era un deceso sobrenatural, simbiosis mística de muerte y resurrección simultáneas. Les vi a veces transfigurados, reventando como pompas de jabón. Sus partículas esparciéndose en el aire, eran otros cientos de duendecillos germinales, volviendo a crecer.

No puedo precisar el momento de su partida final. Desaparecieron de pronto sin una premonición, ni tan siquiera una profecía, en el umbral entre fantasías subyacentes y escuetas realidades. Sucumbieron quizá, en el luminoso instante de una lejana conjunción cósmica, o simplemente dejaron de existir al unísono, en ese insondable vacío entre la vida y el tiempo, cuando todo cambia de repente, porque sí, porque la infancia deja de serlo y entramos sin darnos cuenta, en la dimensión del deber y las obligaciones cuotidianas; cuando la vida sufre la inexorable mutación entre los sueños y las prioridades.

Todos se fueron sin dejar huella. Hoy solo prevalece un errático, inconcluso manuscrito de desdibujadas palabras encontrado por azar o por designio, en el ocaso de un otoño irrepetible y la confesión de un olvidado pintor de abstracciones alucinantes, que dejó testimonio de la presencia de los duendes en su estudio. Dictaron aquellos visitantes trashumantes y burlones esta historia de borrosas letras escarlata, o fue la revelación inusitada de pinceladas frenéticas y recónditos arcanos?… Acaso la respuesta se halle, junto a las cosas perdidas y las ilusiones truncas, gravitando el paso de las épocas, bajo la raíz profunda de un vibrante arco iris, en las montañas agrestes y remotas del sur.

Julio C. Garzón

 

Redacción Prensa
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