El escándalo de acoso sexual que ha sacudido a Hollywood durante las pasadas dos semanas, y que al parecer no tiene fin, me hizo recordar la última escena de la película El Abogado del Diablo, en la cual Al Pacino–personificando magistralmente al Diablo–confiesa que la vanidad es su pecado favorito.
Conocida como la madre de todos los vicios, la vanidad es la verdadera protagonista del escándalo de Harvey Weinstein y la práctica conocida en el medio del entretenimiento como el “Casting de Sofá”.
Por décadas, los predadores sexuales de clase alta, embriagados de poder e idolatría, se han jactado de invencibles con la complicidad del silencio coercionado de sus víctimas.
Sin embargo, a pesar de que quienes destaparon la olla podrida son actrices y celebridades, el flagelo del acoso sexual en el ámbito laboral se extiende indiscriminadamente en los niveles de poder de cualquier industria.
Según los datos de la encuesta mediática realizada por ABC News y el Washington Post la semana del 12 de octubre, 68% de las mujeres encuestadas han experimentado avances sexuales indeseados en su lugar de trabajo en los Estados Unidos. A su vez, en el 95% de estos casos, los abusadores no han sido castigados así hayan sido reportados.
En Colombia no pude encontrar cifras recientes sobre estas denuncias, pero creo que de igual forma, la causa de la impunidad radica en los llamados acuerdos de confidencialidad, los cuales son pactados y firmados entre víctimas y victimarios, por lo general, a cambio de indemnizaciones económicas.
En otras palabras, como dice el dicho “el que tiene plata marranea” y entierra debajo de contratos a aquellas víctimas que no tienen dinero para financiar la batalla de litigación en las cortes, ni la fortaleza emocional para resistir la campaña de destrucción de su honra en el estrado de la opinión pública.
No obstante, si bien estos acuerdos de confidencialidad son figuras jurídicas poderosas que mantienen a las víctimas con una camisa de fuerza indefinidamente, si el secreto que se calla es un delito–abuso sexual o violación carnal–la víctima puede acudir a las autoridades. El truco está en que los abogados no lo dicen y en muchos casos, ni siquiera le dan a la víctima una copia de lo que firmó.
Ayer, mientras escribía esta columna, el periódico británico Financial Times publicó la entrevista exclusiva con una asistente de Harvey Weinstein, Zelda Perkins, quien a la luz de las múltiples denuncias en contra de su exjefe, decidió correr el riesgo y romper el acuerdo de confidencialidad que negoció y firmó hace casi 20 años, luego de haber sido acosada sexualmente.
Además de las nauseabundas descripciones sobre los avances sexuales de Weinstein, Perkins deja claro que cuando decidió denunciarlo, sus propios abogados actuaban como si estuvieran en su contra al negociar el contrato de confidencialidad.
Según ella, la balanza de la justicia en estos casos no se inclina hacia lo qué está bien o lo qué está mal, sino hacia quién tiene el poder y el dinero y quién no.
En cualquier caja de manzanas se encuentra una podrida. De igual manera una organización puede llegar a experimentar un caso aislado de acoso sexual sin necesidad de convertirse en parte de la cultura laboral.
Pero, si las directivas están al tanto de los acontecimientos, toleran la conducta y en lugar de defender a las víctimas fortalecen sus departamentos legales para defender a las vacas sagradas, evidencian que hace rato le vendieron el alma al Diablo.
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