El pasado miércoles, 20 de septiembre, me embarqué en una aventura a la que jamás me había atrevido por miedo a enloquecerme en el intento. Durante 15 horas de viaje por carretera, cinco adultos y dos niños recorrimos 900 millas (1.500 kilómetros) en una mini-van desde Jacksonville, Florida hasta Greenwood, Indiana.
El motivo del viaje fue un matrimonio y la reunión de la familia de mi esposo. La última vez que nos habíamos encontrado fue en septiembre de 2009 y desde entonces ocurrieron: un funeral, tres matrimonios y seis nacimientos.
En comparación con la mayoría de las familias colombianas, las cuales se reúnen con mucha frecuencia, unir una familia estadounidense es una tarea titánica. En el caso de la familia de mi esposo, hay miembros en cada rincón del país, desde California, Texas, Florida, Missouri, Indiana, Kentucky, Illinois y Ohio. Por esta razón, este tipo de encuentros son inolvidables.
Como buenos italianos, la familia Spadafora es alborotada y cariñosa. Abrazan y hablan con fuerza, lo cual me hizo sentir como en casa desde el momento que los conocí hace 10 años. Mi suegra, ya fallecida, me recordaba a mi abuela con su tono de hablar suave y el afán de alimentar a todo el que cruzaba por la puerta de su casa.
En otras palabras y sin ánimo de ofender, si algún colombiano o hispano está pensando en casarse con un gringo o gringa, les recomiendo que escojan italianos.
Ahora, además de las charlas interminables, recordando a los seres queridos que se fueron y las anécdotas del viaje, este fin de semana reviví la sabiduría del dicho popular “La sangre llama“. Los niños pequeños–incluido mi hijo–jugaron sin parar. Pero no como amigos, sino como primos, a pesar de que varios no se conocían sino en fotos.
Las redes sociales y las aplicaciones de comunicación instantáneas son criticadas con frecuencia por la manera como absorben a las personas. Sin embargo, para aquellos que vivimos lejos de nuestras familias, estas herramientas de comunicación son de vital importancia para mantener y heredar esa identidad a nuestros pequeños.
Cuando mi suegra aún vivía, me contaba sobre la tristeza que su madre sentía al no saber nada de su familia en Italia. Los únicos recuerdos que tenía de sus padres y hermanos eran las fotos en blanco y negro que mantenía en un baúl; el mismo con el que había viajado en barco hacia Estados Unidos en 1918.
Así mismo, el abuelo paterno de mi esposo, se despidió de su único hermano en un puerto de Italia en 1911. La prueba de su existencia es una sola carta escrita en italiano. El sobre tiene una estampilla de la Argentina con la fecha 27 de septiembre de 1967.
Por medio de Facebook, mi esposo ha entablado amistad con algunos primos en Nápoles con quienes se comunica traduciendo sus mensajes en Google. Por mi lado, he intentado buscar los familiares en Argentina con la ayuda de una de mis amigas que vive en Buenos Aires.
Aunque es como un disparo en la oscuridad, mi esposo sueña con encontrar el rastro de sus parientes para rendirle tributo a sus adorados abuelos.
Aún no sabemos cuándo, pero un viaje a Italia y Argentina están en la lista de nuestras cosas pendientes. El amor de familia es un hilo invisible que une, puntada a puntada, los corazones de sus miembros sin importar la distancia, y por éste, vale la pena viajar hasta el fin del mundo.
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