El pasado jueves 27 de julio sentí una angustia inmensa al leer la orden que dio el Departamento de Estado norteamericano a los miembros del cuerpo diplomático estacionado en Caracas. En pocas palabras les dijeron: saquen a sus familiares del territorio venezolano y si ustedes también se quieren ir, pueden hacerlo.
El mismo día, Avianca–la aereolínea emblema de Colombia–se sumó a Luftansa, Aeroméxico y United, entre otras, y realizó por última vez los vuelos desde Bogotá y Lima hacia Caracas, cerrando décadas de operación con el vecino país.
El inicio de la salida de los diplomáticos norteamericanos y la limitación de las actividades consulares, sumado al retiro de las aerolíneas por falta de seguridad para pasajeros y tripulaciones en los aeropuertos, vislumbra un aislamiento paulatino del país petrolero hasta convertirlo en la isla gemela de Cuba.
Por su parte, la fabricada victoria de la Asamblea Constituyente el domingo pasado llevó el régimen de Nicolás Maduro al punto de no retorno. Rodeado por el aval de las Fuerzas Armadas y la Corte Suprema, y adornado con los cuerpos de las más de cien víctimas de la oposición, el líder de la revolución bolivariana entró triunfalmente a la infame lista de los dictadores latinoamericanos.
Adicionalmente, el lunes pasado Estados Unidos elevó el calibre de la amenaza de Maduro para la democracia en el mundo, al nombrarlo como dictador y al imponerle las mismas sanciones económicas de los peores tiranos en la actualidad; el presidente de Siria, Bashar al-Assad y al líder supremo de Corea del Norte, Kim Jong Un.
Cuando leo noticias de Venezuela pienso en Marybel Torres, mi editora de la revista La Nota Latina de la cual soy columnista. Como yo, ella está sola en Estados Unidos con su esposo y su único hijo, mientras toda su familia y amigos de toda la vida están es su tierra natal. Me pongo en su lugar y me imagino el sufrimiento que sentiría a distancia si mi mamá no pudiera conseguir su medicina para el asma, comida o artículos de necesidad básica.
Ayer, luego de ver los videos de las horroríficas capturas de Leopoldo López y Antonio Ledezma, le mandé un email preguntándole como estaba. Su respuesta me partió el corazón. “Me da rabia que nadie parece realmente querer a Venezuela, salvo esos chamos que salen a la calle para arriesgar su vida por la libertad“, escribió Marybel.
Me contó también que su esposo, quien es cubano, cuando la ve acomodando las cajas que envía a su famillia con ayudas, le dice que él jamás pensó volver a vivir esa historia. “Él siempre me decía a mí y a todos los venezolanos amigos que venían a visitar lo que venía. Con esa gente no se negocia, la única manera de sacarlos es con candela“, recordó.
Como están las cosas, la frontera de Colombia y Venezuela se está pareciendo cada día más a la frontera de Estados Unidos y México. La gran diferencia es que Colombia no cuenta con los recursos ni la gobernabilidad para afrontar una inmigración masiva, muchísimo menos en esta etapa adolescente de la implementación del proceso de paz con las Farc.
En una entrevista con El Tiempo, los gobernadores de Arauca, Norte de Santader y Guajira expresaron su preocupacción y listaron los problemas que ya se están prensentando en las fronteras. Incremento de la prostitución, delincuencia común, mano de obra barata que está dejando a colombianos sin trabajo y la sobre carga de los sistemas de educación y de salud, entre otras.
Venezuela es un barco a la deriva a punto de estrellarse con un acantilado. Los marineros están saltando por la borda y el timón está en manos de los piratas. La pregunta es, ¿cuántos botes salvavidas van a llegar en su auxilio?
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