El lunes pasado me desperté con una noticia perturbadora. El día anterior, una tractomula que transportaba inmigrantes ilegalmente fue hallada parqueada detrás del supermercado Walmart en San Antonio, Texas, con ocho personas muertas en el interior del remolque. Los reportes decían que más de una decena de sobrevivientes fueron trasladados al hospital, de los cuales dos más murieron el lunes.
Las autoridades aún no saben con exactitud cuántos inmigrantes ingresaron ilegalmente a los Estados Unidos dentro del contenedor, ya que basados en los videos de las cámaras de seguridad del parqueadero, muchos de los pasajeros fueron recogidos en camionetas antes de que la policía de San Antonio fuera alertada.
Sin embargo, los relatos de algunos sobrevivientes coinciden en que, desde Laredo, Texas–punto de partida del trágico viaje y ciudad donde estuvieron escondidos varios días en una casa de los traficantes–el remolque tenía más de 100 personas a bordo. También contaron que pidieron agua durante todo el día, pero los criminales se negaron, les aseguraron que el viaje no era largo y que pronto prenderían el aire acondicionado.
Las horas pasaron y nada de lo prometido ocurrió. Por el contrario, el aire jamás fue encendido y el remolque se convirtió en una lata de sardinas con un improvisado orificio de ventilación que los pasajeros se turnaron con desesperación tratando de sobrevivir la asfixia.
Los expertos estiman que con una temperatura ambiente de 110 Fahrenheit (43 grados centígrados) la temperatura dentro del remolque pudo haber alcanzado los 150 Fahrenheit o 65 grados centígrados aproximadamente.
Hasta el momento, el único responsable aprehendido por la ley es el conductor de la tractomula, James Bardley, un hombre de 60 años y residente de la Florida, quien se encuentra detenido sin derecho a libertad bajo fianza.
En su testimonio inicial aseguró que había sido contratado como chofer y que solamente se dio cuenta del contenido del remolque cuando se bajó a hacer uso del baño y escuchó los gritos pidiendo auxilio. Bradley enfrenta cargos que podrían sentenciarlo a prisión de por vida o pena de muerte.
Cuando leí la historia el lunes lo primero que me pregunté fue, “¿será posible que los coyotes mexicanos encontraron la fórmula de la famosa Chiquitolina de Chespirito para reducir 100 personas al tamaño de 100 hormigas y esconderlas de los oficiales en el control de la frontera?“
La respuesta es no. Los traficantes humanos y de drogas han logrado durante años penetrar el departamento de seguridad nacional (Department of Homeland Security) y la agencia de protección de aduanas y frontera (Customs and Border Protection) poniendo funcionarios en posiciones estratégicas que les permiten operar con impunidad.
Un reportaje investigativo del New York Times, publicado en diciembre del año pasado sobre el tema, reveló algunos de los casos de sobornos más recientes los cuales demuestran la epidemia de sobornos recibidos especialmente por funcionarios de la patrulla fronteriza y la ineficacia de los entes investigativos para desmantelar las redes de corrupción.
La realidad es que a pesar de ser una prioridad para la seguridad nacional de los Estados Unidos, dentro del DHS y la agencia Customs and Border Protection, existen solo 200 investigadores de asuntos internos cuando se requieren por lo menos 500 para igualar el número de denuncias de funcionarios corruptos.
A pesar de la crueldad de esta historia, su duración en el ciclo de noticias tiene los días contados. Las víctimas de este caso de tráfico humano no tendrán nombre y los autores intelectuales del delito seguirán aprovechándose de la desesperación y enriqueciéndose con la pobreza de sus propios compatriotas. Para combatir este flagelo no hay muro que valga.
Crédito foto: elpolitico.com
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