Hoy les cuento de un emblemático lugar en una de mis zonas favoritas del centro de Bogotá, el barrio de La Candelaria. De hecho, La Candelaria es uno de mis lugares favoritos en el mundo. Frente a una de las puertas laterales de la Catedral de Bogotá, la Catedral Primada Basílica Metropolitana de la Inmaculada Concepción de María, bajando por la Carrera 6ta, se encuentra un pequeño restaurante que en 2016 celebró 200 años de fundado: La Puerta Falsa.
En Colombia se acostumbra a tomar “onces”. Pensaría uno que es una merienda de media mañana como su nombre indicaría, pero no; se toman onces a eso de las 4 de la tarde (la merienda de la mañana son “medias nueves”). Entonces siempre me causaba curiosidad de dónde venía ese nombre de “onces”. Pues en este viaje tuve la respuesta. Por la época de La Nueva Granada, la sociedad “cachaca” iba a misa a la Catedral, pero esas misas eran larguísimas y los señores piadosos de la capital se aburrían. ¿Saben cuántas letras hay en la palabra “aguardiente”? A g u a r d i e n t e. Once. Entonces decían “vamos a tomar onces” en clave, para salirse por la puerta lateral de la Catedral y se iban al lado a tomar aguardiente. ¡Tan listos esos cachacos!
Lo que se dice en esas legendarias historias de La Candelaria es que La Puerta Falsa fue un desafío que nació de una pelea entre una mujer y el párroco de la Catedral Primada, hace 200 años. Desde ese entonces, han sido siete generaciones de una misma familia las que guardan la receta de los tamales más famosos de Bogotá, del chocolate más santafereño (que se hace en agua no en leche), del aguadepanela, de la changua y de los dulces más tradicionales de la capital, justo frente al templo y justo al lado de la Casa del Florero de Llorente.
El 16 de julio se celebra la fiesta de la Virgen del Carmen, la misma que sacan en procesión por la Bahía de San Juan desde Cataño y también por la Bahía de Cartagena, entre otras. Hace dos siglos, en 1816, se preparaba la fiesta y como aún se hace en algunos pueblos de Colombia, la Iglesia llamaba a todos a ayudar con las velas, los escapularios, los adornos y los atuendos de la celebración. Los sabores de La Puerta Falsa hicieron parte de esas celebraciones, pero retando al Sacristán de la Catedral, quien se disgustó cuando una mujer invitó a algunos miembros de la comunidad a un refrigerio. A ella le habían asignado una tarea de menor relevancia; nadie recuerda cuál fue, pero con seguridad no fue la costura del nuevo vestido para el desfile de la Virgen. Así que quiso sentirse útil y compartió una merienda con los que pudo.
Cuenta el octogenario dueño del restaurante, el primero en heredarlo, que el párroco se enfureció porque no le habían informado del refrigerio (¿serían onces?) y le dijo que tenía que haber para todos. Ofendida por el reclamo del párroco, la señora cuyo nombre ha sido olvidado con el tiempo y con la muerte, convenció a su marido de vivir más cerca de la iglesia y abrir un local, no solo por rebelde, sino porque vio una oportunidad de negocio: los fieles salían con hambre (poco se imaginaría que también se aburrían en medio de la misa). El lugar, que fue parte de una casa construida en los años 1600 y que pasó a una comunidad de monjas, fue adquirido por el tatarabuelo, pues en esa época no se reconocía la propiedad a las mujeres. Así, el negocio nació el 16 de julio de 1816. Se inauguró el mismo día de las fiestas de la Virgen del Carmen. ¡Bien claro el desafío al curita!
Hubo un fuego en 2002 donde se perdieron fotografías y manuscritos que relataban más detalles sobre su historia, pero al menos se sabe el origen del nombre. La Puerta Falsa era un zaguán convertido en “aguapanelería”. Se comunicaba con el resto de la casa, pero taparon el acceso. Aunque la pared que cubre la puerta es blanca, los dueños actuales le hicieron una pequeña gruta a la Virgen del Carmen para exponer las rocas negras y el viejo dintel de madera. El negocio no tenía letrero en ese entonces y como les comentaba, queda frente a la puerta lateral de la iglesia. En la arquitectura religiosa ese acceso se llama ‘puerta falsa’. Los encuentros marcados “en la aguapanelería de la puerta falsa” le dio entonces su nombre al pequeño restaurante.
En estos 200 años, La Puerta Falsa ha sido testigo de guerras, protestas y tragedias. Por ejemplo, el 20 de mayo de 1900 se dio el incendio de la calle 10 en la sombrerería alemana. Consumió las galerías de Arrubla y el hoy palacio de Liévano, donde el acta de fundación de Bogotá quedó en cenizas, según escribió el arquitecto Alberto Corradine Angulo en la revista ‘Credencial’.
En una época, La Puerta Falsa funcionaba 24 horas para atender al personal de las rotativas de los principales diarios del país, La República, El Tiempo y El Espectador. Dicen que cuando estalló el “Bogotazo”, ese fatídico 9 de abril de 1948, los dueños no se dieron cuenta de que la puerta se había descuadrado, no pudieron cerrarla así que les tocó quedarse para cuidar el local. Tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el párroco le dio a la dueña algunos ornamentos sacros para que no se los robaran los saqueadores que acabaron con la ciudad y al día siguiente sacaron la comida y alimentaron a la gente que se refugió en el templo toda la noche. También fue testigo silencioso de la sangrienta toma del Palacio de Justicia, en 1985.
Estuve almorzando en La Puerta Falsa apenas un mes antes de ese 200 aniversario con mi prima Cristina, y me comí un típico tamal santafereño, con agua de panela, mi prima con chocolate, y queso con almojabana. Le tomé foto a la gruta de la Virgen antes de conocer bien la historia que les acabo de contar. Nos sentamos arriba, donde es más acogedor y se escapa uno un ratito del frío de la calle, y donde ahora al pagar se escuchan clientes dando las gracias en cualquier idioma, porque aunque La Puerta Falsa está lejos de ser un “tourist trap”, sus visitantes hoy en día vienen de todas partes del mundo. Ya tengo ganas de volver a sentarme a “echar carreta” con mi prima un rato en esas mesitas de madera.
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