Rara vez las noticias que ocurren en Colombia logran ocupar la primera plana de medios norteamericanos a menos que el número de víctimas fatales justifique el titular. Sin embargo, el lunes por la mañana, varios medios digitales publicaron los detalles y el video del naufragio ocurrido el pasado domingo 25 de junio en el Embalse Peñol Guatapé en Antioquia.
Según el artículo de Associated Press, el número de las víctimas fatales se habría incrementado si no hubiera sido por la rápida reacción de las personas que se encontraban alrededor en lanchas y jet skies.
También, varios testigos afirmaron que desde que la embarcación El Almirante zarpó, ésta se veía desproporcionalmente hundida en la parte posterior. No obstante, el presidente Santos desmintió con firmeza que el bote estuviera con sobre cupo por encima de su capacidad y añadió una frase célebre: “Nadie sabe realmente qué pasó“.
Otro artículo mostraba a Santos sentado en un bote en el lugar de los hechos con cara de acongojado. Lo acompañaban el segundo al mando del Ministerio de Transporte–seguramente el ministro estaba de paseo–y demás autoridades de las labores de rescate, todos usando los chalecos salvavidas adecuados.
Y el último artículo que pude leer antes de que se me subiera la presión arterial, citaba la absurda declaración de la Secretaria de Turismo de Guatapé. Según Yomaira Rosales, El Almirante tenía los permisos de operación en regla a pesar de haberse hundido hace un mes y medio estando anclado en el muelle. Por suerte en esa oportunidad la embarcación estaba vacía.
Al terminar de leer y de ver el video del hundimiento se me retorció el alma, pero no de la angustia sino de la ira. Tal como en la tragedia de Mocoa me pregunté con frustración una vez más, ¿quién diablos está gobernando mi país?
La respuesta es obvia: una clase política sin diferencias de partido o ideología que nutre un aparato burocrático negligente e indolente frente a la seguridad básica de sus ciudadanos.
Ahora, si bien es cierto que el naufragio se habría podido prevenir si las entidades de control fueran más estrictas, en este caso yo encuentro otro responsable: la permisividad de los usuarios. En Colombia, cuando estamos de parranda y con un par de aguardientes en la cabeza, se nos olvida exigir las mínimas garantías de seguridad.
Si hay algo que he aprendido de vivir en Estados Unidos es a exigir y comparar la oferta de productos y a pensar en mi bienestar y en el de mi familia. Por ejemplo, la última vez que visité Playa Blanca en Santa Marta en 2009, por poco y me da un infarto durante el viaje en lancha.
Los chalecos salvavidas que parecen un disfraz ya que les falta el flotador, los “capitanes” que empacan pasajeros como sardinas para ahorrarse la gasolina y el olor penetrante del combustible que llevan a bordo, convirtiendo estas embarcaciones en bombas de tiempo, son tan solo algunos ejemplos de los peligros a los que turistas–y locales–se exponen todos los días.
En un mercado libre los consumidores tenemos mucho poder. Uno decide a quién le quiere comprar según la calidad del servicio. Es cierto, los gringos a veces son exagerados y hasta le ponen flotadores a la gente en una bañera.
Sin embargo, son profesionales del manejo de riesgo y de esta manera logran mitigar accidentes previsibles. En cambio en Colombia, en caso de un naufragio como el del Almirante, el capitán se lanza por la borda y grita: “¡Sálvese quien pueda!“
Gracias por leer y compartir.
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