La semana pasada el sureste de Estados Unidos sufrió el paso del huracán Matthew, uno de los más destructivos en la última década. En los 11 años que llevo viviendo en el estado “del sol eterno”, jamás había presenciado una avalancha similar de preparaciones por parte de las entidades gubernamentales, autoridades, prevención de desastres y de la población en general.
Durante las tormentas anteriores, siempre me hice la loca y pensaba que tanto aspaviento era una táctica de las ferreterías y supermercados para salir de las cosas que nunca venden. Además, como buena colombiana que soy, no me preparo para nada y siempre espero que me rescate el Divino Niño del 20 de Julio o la Virgen de Chiquinquirá.
Todos los años cuando empezaba la temporada de huracanes en Estados Unidos, me burlaba de la exageración de mi marido, quien como buen gringo, compraba baterías y enlatados que podían surtir un mini-mercado de barrio.
“Cómo será que cuando explotó la epidemia del Ébola en África, mi esposo compró varias cajas de vestidos contra ataques bioquímicos incluyendo zapatones, guantes y cascos. Si llegan a necesitar uno me avisan; todavía están guardados en una bodega.”
Sin embargo, tanta burla llegó a su fin y por fin aprecié los esfuerzos de mi esposo para mantenernos a salvo. ¿Qué me hizo cambiar de idea? Mi hijo de cinco años. Él ya no es un bebé y entiende lo que es el peligro y el miedo. Por esta razón, su bienestar se convirtió en mi principal objetivo.
El miércoles, mi esposo y yo debatimos la posibilidad de evacuar luego de escuchar los preocupantes pronósticos por parte de las autoridades. Recogí a mi hijo en el colegio a las 3 de la tarde y me fui directo a echar gasolina, luego que Twitter explotara con fotos de filas interminables en las gasolineras e historias de agresión de algunos usuarios. No hace falta a quien se le sale la chabacanería.
“Seguimos el paso de la tormenta durante toda la noche del jueves y la madrugada del viernes sin dormir un minuto. Hora a hora, la alerta del celular nos avisaba la ubicación exacta del huracán el cual, a pesar de la alta velocidad de sus vientos, parecía que iba en muletas pues solo avanzaba 14 millas por hora.”
El viernes por la mañana, a menos de 12 horas de vivir el paso de un huracán categoría 4 por nuestra comunidad, mi esposo y yo decidimos empacar una maleta por si acaso. Pero luego de hablar con nuestros vecinos y revisar de nuevo la distancia con las zonas de evacuación, decidimos quedarnos en casa.
Por otro lado, las autopistas estaban a reventar y meternos en ese tráfico representaba un mayor riesgo que quedarnos en casa. Alrededor del mediodía mis pobres perritos caminaban de un lado para otro, jadeando, como unos toros antes de salir a una faena. Luego, a las 2 de la tarde, sin que hubiera caído una gota de agua al suelo, se nos fue la luz.
“Todos creerían que mi hijo o mi esposo–a quienes les fascinan estar pegados de algún aparato electrónico–estaban como locos. Pero no, ¡la que se enloqueció fui yo! Estoy segura que mi marido ya compró una pistola de tranquilizantes para la próxima tormenta”.
Desde las 6 de tarde del viernes hasta las 4 de la mañana del sábado, el huracán llamado Matthew–que por intervención divina cambió de rumbo y se redujo a categoría 3–azotó nuestra costa con vientos de 80 millas por hora sin cesar.
Cuando nos despertamos, todo estaba en un silencio sepulcral. Tan pronto salió el sol, nos aventuramos a salir de la casa a buscar algo de desayunar pues no teníamos ni cinco de ganas de poner en práctica las enseñanzas de los boy scouts. Encontramos un restaurante abierto y en la línea de ordenar, todos los comensales teníamos cara de náufragos.
Regresamos a la casa y mi esposo recibió una llamada de uno de nuestros amigos y clientes. Un roble de siete metros de diámetro le cayó encima de la casa, atravesó el techo de la sala y aterrrizó a centímetros del sofá donde estaba sentado con su esposa. Mi quejadera por la falta de luz se terminó ahí mismo.
El domingo, 48 horas después del paso de Matthew, nuestras vidas prácticamente regresaron a la normalidad. La electricidad fue restaurada y el sol brillaba más que nunca sobre un cielo azul como si nada hubiera pasado. A excepción de una de las palmeras de mi jardín, que quedó doblada como un borrachito, fuimos muy afortunados.
Escribiendo esta columna me sentí avergonzada. Comparé mi experiencia con la de las personas que lo perdieron todo en los Estados Unidos y en especial en Haití. Hace solo seis años–el 12 de enero de 2010–esta isla del Caribe fue reducida a las ruinas por el terremoto que cobró la vida de más de 220.000 personas, y hoy, todavía, están buscando las víctimas del huracán Matthew en medio de una epidemia de cólera y hambre.
No cuestiono la voluntad de Dios, pero le pido de todo corazón que les tenga preparado un lugar muy especial en el cielo.
Gacias por leer y compartir.
Xiomara Spadafora
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