El viernes pasado tuve una cita con mi odontólogo general para revisar el dolor agudo en uno de mis molares superiores. Debido a que soy una gallina completa en cuestiones de dentistería, pospuse la cita por dos semanas hasta que el temor de una emergencia durante el fin de semana me obligó a ir.
La higienista tomó rayos X y me dijo que la causa podía ser sinusitis o que estaba apretando la mandíbula durante el sueño, lo cual me llenó de esperanza. Entonces entró el doctor, miró las radiografías y aplicó calor en la muela afectada, lo cual me hizo saltar como un resorte. Se quitó las gafas y me dijo con seriedad, “Lo siento mucho pero te tienes que hacer un conducto“.
Inmediatamente, el recuerdo doloroso me llegó a la mente. Hace 15 años fui víctima de la tortura de una odontóloga con poca experiencia cuando todavía estaba en Colombia. Aterrorizada le pregunté al dentista si me podía esperar unos días, pero su mirada me dejó claro que estaba caminando sobre cáscaras de huevo. Me monté en el carro y manejé hasta el consultorio del endodoncista sintiéndome como un ternero que va al matadero.
“Un par de horas después entré a la sofisticada clínica de endodoncia, lo cual me dio una clara idea de lo que me iba a costar la emergencia. El dentista tenía los equipos más avanzados, ¡incluyendo un microscopio con el que creo hasta me leyó el pensamiento!”
Antes de empezar le pedí que me pusiera lo que se conoce acá como “gas chistoso”, el cual relaja a los pacientes como yo que tememos a la fresa. Estoy segura que si no lo hubiera pedido, ¡el doctor me habría dormido con un garrote! 45 minutos y $1,500 dólares después, salí del consultorio con un labio y la billetera anestesiados.
A medida que la sedación se fue disminuyendo durante esa noche, un dolor apareció durante el resto del fin de semana recordándome el pasado tratamiento. El domingo por la noche, después de ignorar numerosos especiales de la tragedia del 11 de septiembre en televisión, me quedé mirando uno, e igual que el recuerdo doloroso de mi tratamiento dental, las imágenes y los testimonios de varios sobrevivientes me abrumaron.
“Hace quince años ni siquiera estaba viviendo en Estados Unidos, sino que estaba trabajando como practicante en el periódico El Espectador de Bogotá. Como todas las mañanas, me estaba arreglando para salir, cuando mi Mamá me llamó a su cuarto para que viera las noticias. Las dos nos quedamos en silencio mirando lo que parecía una película de Hollywood”.
Tomé mi cartera y salí a buscar el autobús hacia la sala de redacción. Jamás me imaginé que a pesar de estar tan lejos de Nueva York, el efecto de la ola de este terrible evento también afectaría mi vida.
Mi padre había solicitado mi visa de residente en 2000 porque yo quería terminar mi carrera de periodismo en una universidad de Estados Unidos. Según los funcionarios el trámite se demoraría menos de un año. Pero como consecuencia del ataque y por razones de seguridad nacional, las autoridades de inmigración congelaron los casos en todo el país y mi visa fue retrasada tres años.
Días de dolor infinito como el 11 de septiembre de 2001 se mantienen vivos en la memoria de las personas que perdieron lo incalculable: un hijo, un padre, un hermano, un alma gemela o un amigo. Para el resto de los habitantes del mundo, tristemente, éstas fechas históricas se convierten en especiales de noticias de aniversario o en fragmentos de discursos políticos.
“No puedo evitar reflexionar sobre el tiempo en que vivimos y a pesar de que la paz es anhelada en tantos rincones del mundo, hay dolores que son inolvidables. Creo profundamente que el perdón es el poder que alimenta y fortalece la paz, pero ésta solo puede ser alcanzada si las partes del conflicto aceptan sus culpas”.
Espero que mi esposo y yo podamos hablar con nuestro hijo sobre el 11 de septiembre cuando crezca. Ojalá los libros escolares no hayan borrado de sus páginas este triste suceso. Las generaciones futuras necesitan recordar, no para vivir en el pasado, sino para tener presente la historia, aprender de ésta y jamás repetirla.
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